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Psicoterapéutica: la guerra de mundos

PSICOTERAPÉUTICA: LA GUERRA DE MUNDOS

Josep Rafanell i Orra

«Los clínicos saben que es al desviar la mirada que se permite el surgimiento de algo a partir de la nada»

Tobie Nathan, Cuando los Dioses están en guerra.

  • En la psicoterapia la cuestión siempre gira en torno de mundos en relación.

En la psicoterapia nada está determinado con antelación. Hay que saber para no saber, pues siempre se trata de historias emergentes. En el fondo, cuando alguien pide ayuda, debes desviar la mirada hacia un punto que no alcance al paciente. Dentro de ti mismo, o hacia su propio mundo: ¿a qué mundo pertenezco? No se trata de saber quién es ese paciente, cuáles son sus procesos psíquicos (como si pudieran existir antes de encontrarlos), sino dónde estoy, en qué mundo habito, lo que me está habitando. He de partir de mi mundo, con sus entidades (conceptuales, teológicas, cosmológicas, estéticas…), para poder dirigirme a alguien, para producir una dirección, para fabricar una palabra verdadera. ¿Qué es, aquí, una palabra verdadera? Una palabra que tiene su propio régimen de existencia al instaurar un trayecto, efectos de verdad o consecuencias en los mundos que se encuentran. Aquí, la verdad no está contenida en una idea, sino que resulta del proceso por el cual una idea nos conduce a otra idea que es a su vez una idea intermediaria, y así sucesivamente… El conocimiento deviene ambulante. Pasamos de un mundo familiar a otro mundo aún desconocido. Podemos pues incorporar una perspectiva. Hacer existir la experiencia es hacer existir un punto de vista. Situar esta experiencia es comprometerse con un mundo por hacer o con potenciales de existencia. David Lapoujade en Las Existencias Menores nos dice: «el mundo deviene interior a las perspectivas y por eso mismo se desmultiplica».1 La prueba de la interioridad se resuelve, no ya en una dolorosa introspección de nuestra falta-de-ser (en la deliciosa tortura de la introspección: siempre hay Inquisición en la introspección), sino en las «zonas formativas» de la experiencia en contacto con otros seres y sus otros mundos.

¿En qué mundo habito? En los tiempos de una modernidad que no cesa de arrastrar mundos hacia la disolución, esta pregunta resulta muy difícil de responder. Michel Foucault en El nacimiento de la clínica concluye su trabajo genealógico con una referencia al Empédocles de Hölderlin. Nos dice: es la muerte de los dioses lo que permite el surgimiento de esta «forma hermosa y cerrada de la individualidad», que es la figura de la modernidad, así como la figura de sus límites.2 Pero quizás esta modernidad sea ya una historia del pasado, la de la fábula de un mundo por develar, despojada de sus dioses y sus historias, donde lo que cuenta era la institución de un régimen general de lo visible que nos permitiera ver, pero sobre todo dejar de ver.

Es probable que el mundo de la universalidad totalizante, el de una suma de sujetos encerrados en sí mismos, soporte y horizonte de nuestros saberes y prácticas clínicas, se esté disolviendo; y que otras formas de vida colectiva intenten instaurar entornos para acoger una vez más lo invisible. Para bien o para mal. Para mal, el gigantesco supermercado de psicoterapias exóticas en que se está convirtiendo nuestra sociedad contemporánea.3 Para bien, un compromiso común para hacer existir los mundos a los que contribuiremos a través de encuentros singulares. 

La terapéutica alcanza pues la cuestión de la emancipación. Inseparable de los gestos relacionales que convocamos, se plantea como una afirmación de mundos por hacer frente a un mundo que debe deshacerse: el mundo UNO. 

Es aquí donde interesa observar el trabajo de los historiadores del psicoanálisis que han rechazado la celebración hagiográfica. Pues es el psicoanálisis el que ha postulado, en el curso de su singular dramaturgia, la existencia de un mundo único, ya fundado, a pesar de su pretensión de destituir, junto al «descubrimiento» del inconsciente, la centralidad de la conciencia reflexiva… sólo para regresar a ella. Así, habrá abierto la vía real de una forma de autodeterminación por un trabajo sobre lo Real, pretendiendo frustrar el laberinto de sus trampas… ¿Y si esta autonomía es una ilusión? ¿Y si Freud sólo creó un artefacto para producir nuevas determinaciones, una nueva e interminable heteronomía? 

Mikkel Borch-Jacobsen investiga el pasaje crucial entre la teoría de la seducción y la teoría de la transferencia.4 Sin examinar aquí el meticuloso trabajo de reconstitución, digamos que lo que nos muestra es la obstinación de Freud en hacer que sus pacientes digan lo que él quiere entender a partir de una matriz conceptual que precede su palabra. Para empezar, la prevalencia en la neurosis histérica de eventos traumáticos de carácter sexual. El método para eliminar la represión, o la producción de recuerdos, era la hipnosis. Pero esta posición, indefendible en su generalización5, llevaría a Freud, como sabemos, tras una mítica inflexión conceptual, a la teoría de la transferencia. Ya no se trata pues de hacer aparecer los recuerdos de eventos reales reprimidos (con el riesgo de fabricarlos), sino de revelar deseos inconscientes. Conceptualización del fantasma, teoría universal del incesto y del complejo de Edipo, institución del inconsciente en el juego de los conflictos intrapsíquicos… Toda la arquitectura metapsicológica puede pues comenzar a construirse en el teatro de lo ya dado: la teoría de la pulsión, la «roca de la castración», la arquitectura de los primeros y segundos tópicos (id, ego, superego/inconsciente, preconsciente, consciente…). En fin, la garantía de un aparato psíquico que a partir de ahora puede universalizarse como «original». El estructuralismo lacaniano consolidará el carácter a priori de la humanización por la refundación antropológica entre una Naturaleza del instinto, el caos de los orígenes, y la Cultura por la accesión al orden Simbólico de la socialización. Nótese que para los herederos de Freud se trata del «descubrimiento» del inconsciente y no tanto de su invención. Era necesario alejarse del callejón sin salida de la herencia de Charcot, que ya lo subrayaba la escuela de Nancy, junto Bernheim, al afirmar el carácter interpersonal, coproducido, de la experiencia hipnótica.

Es así como una cierta psicoterapia ha pretendido purificar el dispositivo terapéutico de toda influencia procedente del terapeuta. EL terapeuta, con la teoría de la transferencia, se convierte en la barrera donde se juegan los procesos intrapsíquicos del paciente. Pero este presunto abandono de la sugestión no es en realidad más que la instauración de un nuevo modelo de influencia del terapeuta sobre sus pacientes, quizá el más formidable, el que ocurre a través de lo que Borch-Jacobsen llama un trabajo de interprefacción6: procesos de interpretación como construcción de hechos psíquicos, pero que en el mismo movimiento niega el carácter co-construido de esta experiencia. El mundo de la experiencia del paciente es subsumido por el mundo de las concepciones del terapeuta, incluso cuando pretende excluir su propia experiencia de la escena terapéutica. 

Lacan decía, a propósito de El pase, ese pasaje que instituye el estatuto del psicoanalista, que, a fin de cuentas, este último sólo se autoriza a sí mismo. Excepto que esto es falso. Los psicoanalistas se autorizan a sí mismos en nombre de Freud, de Lacan, de las escuelas que perpetúan una manera singular de construir el psiquismo. El psicoanálisis se convertirá en una poderosa institución colectiva con efectos extraordinarios de captación de existencias mediante la vectorización de la experiencia.

  • La psicoterapia es siempre una cuestión colectiva, incluso siendo dos, a solas, en un encuentro cara-a-cara. Lo que está en juego es la implementación de nuevas determinaciones.

Era necesario pues purificar la escena analítica de los efectos de la subjetividad del analista, de sus propias proyecciones, fantasmas, conflictos y represiones. Es decir, neutralizar la contra-transferencia. Se ha planteado entonces la cuestión del análisis del analista. El edificante relato de la historia oficial nos dice que Freud, el padre fundador, se libró del autoanálisis. Esto forma parte de la leyenda de su genio. No hay colectivo que le preceda. Pero, a partir de entonces, sus descendientes tuvieron que someterse a un análisis, y luego a un análisis «didáctico»… Es decir, a un proceso de iniciación que no es más que otro modo de reclutamiento, o de conversión, con sus rituales y la adopción de un cierto número de entidades conceptuales. ¿Qué es este proceso sino la adhesión experiencial a las maneras de afiliarse a un colectivo? Un colectivo jamás es una cuestión que involucre a los humanos a solas con los demás. Requiere la mediación de otros seres: ancestros, invisibles, entidades conceptuales… El paciente en el diván no está a solas con su psicoanalista. Un ejército de fantasmas preside el encuentro con el terapeuta. En toda forma de curación hay una genealogía. Y no es sólo el paciente el que está en juego. 

Dicho de otra manera: nunca atendemos a individuos ya individualizados, sino a formas de co-individuación. El cuidado es siempre una cuestión de colectivos, de poner en juego nuevas formas de heteronomía. O de nuevos afectos. La creación de una escena terapéutica es la recomposición de una nueva forma de vida en la que se embarcan, conjuntamente, el paciente y el terapeuta. Para bien o para mal.

Escuchar voces.

En 1987, Marius Romme, un psiquiatra holandés, en el transcurso de su relación con Patsy Hague, una paciente que escuchaba voces muy invasivas, se dio cuenta, con ella , que la panoplia de tratamientos que le proponía no funcionaba. Patsy logra convencer a Romme de que las voces son reales, de que realmente están hablando con las personas concernidas. Juntos, comenzaron a reflexionar en otro enfoque orientado en la «negociación» con las voces. Participaron en un programa de televisión en el que propusieron a los espectadores que dieran testimonio de su experiencia alucinatoria. Entre las 700 personas que se declararon afectadas, muchas de ellas no habían estado nunca en contacto con la institución psiquiátrica. Algunas afirman vivir esta experiencia como un enriquecimiento. Nace así el movimiento internacional sobre la escucha de voces, con ramificaciones en Francia que reúnen a grupos de ayuda mutua.7

Se trata de rechazar la asignación del diagnóstico de psicosis y los tratamientos estandarizados que lo acompañan, particularmente la prescripción de psicofármacos; también se trata de instaurar nuevos regímenes de existencia para los «seres» de las voces. Las voces se convierten en mensajeros. Sólo un entorno colectivo permite la afirmación de estos nuevos modos de experiencia en el paisaje del cuidado dominado por las instituciones psiquiátricas. Es sólo de una forma compartida que los escuchadores de voces pueden afrontar los colectivos de profesionales del cuidado y, ocasionalmente, construir alianzas con ellos. En la actualidad hay grupos de escuchadores de voces que suelen estar integrados en instituciones psiquiátricas. 

Y aquí surgen nuevos problemas. No tanto los que giran en torno a los diferentes procedimientos diagnósticos de la psicosis, las discusiones sobre su etiología psicodinámica, biológica… sino la de la construcción de artefactos que hacen posible formas de subjetivación singulares. Y para ello habría que introducir en la escena otros seres: los seres de las voces. ¿Cómo tratar a estos seres, controlarlos o dar rienda suelta a su manifestación? ¿En qué mundos habitan? ¿Cómo se hace frente a las situaciones de crisis y de vulnerabilidad sin ser capturados por la institución? Pero, sobre todo, ¿cuáles son las condiciones de reproducción de los colectivos que escuchan voces?

Habiendo organizado un grupo en París de escuchadores de voces y sus allegados, me topé con una dificultad. Para decirlo brevemente, si el diagnóstico –de psicosis – ha salido por la puerta, por la ventana entra una etiología: el origen traumático del fenómeno de la escucha de voces. Los líderes del movimiento reivindican cada vez más el carácter «científico» (de estadísticas que lo apoyen). Estas experiencias tendrían como «causa» la violencia sufrida en el pasado, especialmente de carácter sexual. He aquí que el estatus de la víctima como fundamento se está estableciendo, generalizando nuevas determinaciones que pretenden probar la recurrencia de los eventos traumáticos mediante un trabajo de anamnesis (la cientificidad de la prueba). Lo que se está poniendo en movimiento es la exigencia de un reconocimiento de la experiencia traumática como reparación

Reaparece pues con fuerza la afiliación a una línea terapéutica que insiste en la empatía como instrumento de «rehabilitación». No la empatía como co-individuación, como la describe, por ejemplo, Daniel Stern8, poniendo en juego los acuerdos interpersonales, el compromiso común en los modos de emergencia de la experiencia; sino la empatía como reconocimiento de un estatus de víctima.

Se pueden encontrar diversas herencias sobre esta cuestión, véase el famoso texto de Ferenczi de 1932: Confusión de lenguas entre los adultos y el niño.9 Ferenczi, en un retorno a la primera teoría freudiana de la seducción, quiso actualizar la naturaleza relacional del traumatismo, descompuesta en dos movimientos. La primera, la experiencia «real» de la violación sexual; la segunda, la negación por parte de los adultos de los afectos producidos por la violencia de esta violación, negación que conduce a un clivaje de la personalidad. Cabe destacar que la importancia de este texto reside sobre todo en su crítica del propio dispositivo terapéutico. El terapeuta, nos dice Ferenczi, al retirar su propia vivencia afectiva del sufrimiento experimentado por el paciente, en nombre de la neutralidad de su posición como analista, no haría más que profundizar la experiencia traumática de su paciente. Es al poner en juego la empatía, en el compartir los afectos, que nuevos procesos de elaboración de la disociación traumática pueden tener lugar.

Podríamos pues volver brevemente, en un pasado relativamente cercano, a una especie de degeneración de la cuestión de la centralidad etiológica otorgada a los eventos traumáticos y los usos terapéuticos de la empatía. Esta es la historia fundadora de Sybil.

En este caso clínico, objeto de un bestseller en Estados Unidos en los años ‘7010, fue de algún modo el mito de los orígenes de una larga secuencia psicopatológica americana. Sybil, cuyo verdadero nombre es Shirley Temple, nació en 1923 en el Midwest americano y creció en un entorno cristiano fundamentalista. Su madre, diagnosticada retrospectivamente como esquizofrénica, habría abusado sexualmente de su hija durante su infancia. Fue en el transcurso de una psicoterapia que duró 30 años, mediante la abreacción hipnótica, así como también de abundantes prescripciones de penthotal y otros psicofármacos, que Sybil accedió progresivamente a los recuerdos de esta violencia reprimida. Y es durante este trabajo psicoterapéutico cuando emergen de ella una multitud de personalidades. Su recuperación ejemplar terminará con la reunificación de su personalidad multi-escindida. Un happy end y un indiscutible éxito literario cuyos derechos de autor se repartieron amargamente entre la psiquiatra, el periodista y el paciente.

Al igual que Anne O.  quien se convirtió en adicta a la morfina siguiendo las instrucciones de Breuer no sufría de amnesia histérica, Sybil, convertida en adicta a los barbitúricos, no había sido abusada sexualmente por su madre, que no era ni psicótica ni una fanática de [la Iglesia] Adventista del Séptimo Día. 

Esta historia «verdadera» resultó ser el trabajo tenaz de co-construcción entre la paciente y su terapeuta, un storytelling psicopatológico con impresionantes consecuencias para la sociedad americana y para la institución psiquiátrica durante varias décadas. Dio comienzo a la epidemia de personalidades múltiples. Según los expertos de nuestra época, pasaron de 76 pacientes listados en los años ‘40, a 50.000, es decir, el 3% de la población americana en los años ‘80 y ‘90. Esto conllevó una expansión repentina de las acusaciones de abusos sexuales intrafamiliares, abusos durante rituales satánicos, violaciones colectivas… Durante los años de Reagan tuvo lugar  todo un renacimiento de la demonología con impresionantes consecuencias jurídicas (explosión del número de procesos y de condenas…). La máquina de producción de las personalidades múltiples, esta enfermedad mental transitoria11, se detuvo cuando las familias comenzaron a organizarse en asociaciones y a reaccionar a su vez frente los tribunales, acusando a los psicoterapeutas de manipulación… Es ahora que estamos asistiendo a la desaparición casi completa del síndrome de personalidades múltiples.12

La cuestión no es tanto si los recuerdos son verdaderos o falsos, ¿quién puede decirlo? Sino de estar atentos al mundo producido por estos recuerdos.

Con la psicoterapia, lo que está en juego es siempre la producción de nuevas determinaciones.

  • La psicoterapia, es la guerra.

La madre que amaba abrazar a su hijo.

Una ciudad en Seine-Saint-Denis. Un edificio deteriorado de los años ‘70 al lado de un supermercado. Unos pocos álamos majestuosos perdidos en el asfalto del parking que lo rodea. Este edificio acoge un centro de enseñanza coránica, una iglesia evangélica frecuentada por africanos y las oficinas de una institución encargada de la ayuda social al menor. 

Reunión de evaluación del martes por la mañana. Alrededor de la mesa, una docena de educadores, psicólogos y la responsable del servicio. Revisamos las «situaciones» atañidas a las familias sometidas a un acompañamiento «psico-educativo» ordenado por el juez de menores. Pongamos el foco de atención en uno de los «casos» evocados durante esta singular asamblea conspiracionista. 

La Sra. K., puericultora, está separada de su pareja desde hace más de cuatro años. Tienen dos hijos de los que comparten la custodia. Thierry, un niño de 12 años y Marie, una niña de 8 años. Thierry, a raíz de la separación de sus padres, ha manifestado un fuerte rechazo hacia su madre. Además, desde hace algunos años sufre de trastornos obsesivos que se manifiestan en el lavado compulsivo de las manos. También es muy agresivo con su hermana; ella es una niña muy dulce y cariñosa, tanto con sus padres como con su hermano. El Sr. K. vive con una nueva pareja que también tiene dos hijos. La Sra. K. le cuesta asumir la reconstitución de esta nueva familia. Las relaciones entre la Sra. y el Sr. K. son muy conflictivas.

La intervención del servicio de acompañamiento educativo se debe a la petición de la madre, de hace unos años, inquietada por los problemas de su hijo. Al mismo tiempo que solicitaba apoyo y mediación, acudió al juez de menores, quien ordenó una «investigación educativa». Un informe de evaluación inicial para el juez, elaborado por un educador y un psicólogo, concluyó que la personalidad de la madre era «incestuosa» y que el padre carecía de la «función de tercero separador», viviendo una relación de «indiferencia generacional» con su hijo. 

He aquí algunos extractos del informe de evaluación dirigido al juez de menores:

«(…) La Señora K. nos dice: Thierry, aunque hace tres años que no se acerca a mí, busca la intimidad conmigo. Lo abrazo por las noches. La otra noche, incluso me preguntó si podía meterme en su cama (…) Acepté, incluso puedo decir que me encantó. ¡Después de tanto tiempo esperando a que se acercara!»

Pero, también: «La Señora K. se sentirá pues desconcertada y sorprendida cuando le remarquemos hasta qué punto sus comentarios sobre su hijo son de carácter sexual y dejan una gran confusión en el vínculo madre-hijo. En efecto, cuando la Señora K. habla de Thierry, desde su nacimiento hasta hoy, pareciera que Thierry ocupa un lugar singular, llenándola completamente.»

En conclusión: «Comprendemos que el Señor K. nunca ha conseguido posicionarse claramente en una función paterna con su hijo, así como de tercero separador en la relación patógena madre-hijo que se estaba instaurando. Igualmente, el Señor K. sitúa a su hijo en el mismo nivel generacional cuando nos dice: «Thierry está viviendo lo que yo viví durante años.» (…) En el plano psíquico, hipotetizamos que Thierry, a través de defensas obsesivas y fóbicas, lucha contra las pulsiones agresivas y libidinales producidas por una dimensión invasiva y confusa en la relación que se construyó con su madre.»

Durante la reunión de evaluación, se tratará la cuestión de la dificultad de Thierry para tolerar la frustración, de su «omnipotencia», del estatus fálico del niño para la madre que explicaría los síntomas obsesivos de esta última. Y así sucesivamente… 

En adelante la madre, al haber insistido en su época, como lo permite la ley, en tener acceso al informe de evaluación, rechaza todo encuentro con la educadora y la psicóloga encargadas de su «control». No obstante, en la Ayuda Social al Menor, cuando la máquina se pone en marcha, no se le deja marchar fácilmente: el juez le ordenará la implantación de una medida educativa. 

Asistimos con el «caso» de la Señora K. a una verdadera extorsión de gestos y de palabras en la más pura tradición «interprefactiva».13 Lo que está en juego es la ocultación de la dimensión colectiva de la institución del caso. Lo que se afirma es la constitución de una asimetría que garantiza la reproducción de un cierto régimen discursivo. La señora K. pidió ayuda. Desde aquí se regresa a sí misma a partir de un corpus teórico que precede de la experiencia del encuentro. Esto es algo que alguien que sufre cree que vale la pena pagar dos sesiones de psicoanálisis a la semana durante quince años. Otros, prefieren hacer puentismo o tener orgías frenéticamente. Otra cosa es que un cuerpo teórico particular, y el colectivo fantasma que se sienta a la sombra de un encuentro, determinen los modos de intervención de una institución.

Aquí, el conflicto intrapsíquico oculta una guerra entre mundos. Permite instituir la fábula de la neutralidad del terapeuta, o su estatus de «testigo modesto»14, a partir del que puede erigirse en portavoz inocente de un proceso que ya no le concierne. La violencia más grande que puede ejercer contra un paciente es decir: «yo no tengo nada que ver con lo que te sucede, está pasando en tu cabeza… Yo no habito en ningún mundo.» Y así es como con la interpretación todo se refleja en otra cosa. Y esa experiencia se manifiesta a través de la barrera de saberes a priori que vectorizan la existencia. La lógica del descubrimiento de lo ya existente puede pues reemplazar a la de una individuación común. 

Podrían mencionarse los contra-dispositivos que se oponen a estos procesos de reificación. Las formas de conjurar el control de los saberes ya constituidos a través del que se instituye el colectivo terapéutico. En Suecia15, en los servicios de protección del menor, se acepta generalmente que una reunión entre profesionales no puede tener lugar sin las familias correspondientes. Los momentos de trabajo colectivo reúnen a trabajadores sociales, psicólogos, así como a miembros de la familia, parientes, amigos… Se trata de hacer posible la presencia de los mundos de unos y otros. Así, puede crearse un espacio de interacciones, a veces polémico, que ponga en juego las diferentes percepciones, afectos y procesos de pensamiento. Las negociaciones se hacen posibles a partir de los distintos puntos de vista. Las estrategias de resolución de los conflictos pueden ponerse en marcha a partir de la reconfiguración de las experiencias entre los unos y otros.16

En la Laponia finlandesa se ha establecido un dispositivo similar en lo que equivale al sector psiquiátrico francés. Esta experiencia se ha generalizado bajo el nombre de Open Dialogue.17 El trabajo terapéutico propuesto suele tener lugar en las casas de las personas afectadas por trastornos psicológicos, en una cafetería, en lugares dispares… Se trata, en la medida de lo posible, de no expulsar al paciente de su entorno ordinario, de su universo relacional. El enfoque colectivo se prioriza, involucrando tanto psiquiatras, enfermeros, psicólogos, pacientes, miembros de su familia y en ocasiones a sus amigos. Las hospitalizaciones son extremadamente raras. El uso de neurolépticos está muy limitado, tanto que casi nunca supera los momentos de crisis aguda.

Observemos otras experiencias en el campo de la salud mental que se han desarrollado en los últimos años en Francia. Los Grupos de Apoyo Mutuo (GEM, groupes d’entraide mutuels), a menudo inspirados en los clubes terapéuticos18, tratan de lo que se ha catalogado como una «psiquiatría comunitaria». Los GEM se componen de personas, en su mayoría muy precarias, o incluso muy marginadas, que han tenido algún tipo de relación con la institución psiquiátrica. El ambiente de estos colectivos en movimiento está garantizado por «los monitores» que no tienen, propiamente hablando, el estatus de profesional de cuidadores. Con la vocación primordial de ponerle fin al aislamiento, los GEM intentan crear las condiciones de una autogestión de la vida colectiva a partir de una lógica «de habitar»: habitar un lugar, habitar la ciudad, posibilitar nuevos encuentros, crear los pasajes entre diferentes espacios. Se podría decir que estos colectivos, al margen de la psiquiatría, difuminan las fronteras de la institución. Lo que está en juego es la potencial destitución de la función de cuidador esencializada por los estatus profesionales. Lo que se pone en escena es el cuidado otorgado al potencial terapéutico en una red de relaciones más allá de su determinación psicopatológica. Lo que se hace posible es la inclusión de derivas, de errancias, de líneas de fuga en un espacio común, siempre provisional, progresivamente, por coalescencia. Se produce pues un paciente «replegado de fragmentos» de experiencias: ¿qué nos hace el contacto entre singularidades que escapan del mundo sobredeterminado de la psiquiatría? En el paisaje ruinoso de la psiquiatría del sector a causa de la reducción de costes, del control de la ideología de la seguridad, del dogmatismo de las referencias teóricas, la experiencia del GEM aparece como una verdadera renovación de la concepción del cuidado.19 Estos colectivos son, en sentido estricto, colectivos de cuidados en los que una heterogeneidad de perspectivas puede cohabitar, comprometiendo así nuevas formas de subjetivación. Apuestan por la función cuidadora de los dispositivos, en tanto que agregados de gestos y de relatos transindividuales, más que por la función terapéutica identificada por los estatus profesionales. 

Tomemos un desvío. En cierto sentido, la etnopsiquiatría no nos ha enseñado otra cosa: la convocatoria de lo colectivo supone siempre la reinstauración de mediaciones entre una pluralidad de perspectivas para reconfigurar una experiencia actual, para hacer posibles las trayectorias de una nueva experiencia común. El aquí es la condición principal. Es este «aquí» el que nos permitirá relacionarnos con un lugar apartado. Por lo tanto, la pregunta esencial es la siguiente: ¿qué forma adopta el compromiso relacional de quien dice ser terapeuta? ¿Cuál es su experiencia en una relación de cuidados? Pero también, ¿cuáles son sus herencias y formas de proceder?20 La etnopsiquiatría nos dice: nunca tratamos a los individuos, nos ocupamos de las relaciones. Toda terapéutica supone cuidar el mundo en el que estas relaciones se pueden instaurar. Esto exige un trabajo de traducción permanente entre los universos de referencia heterogéneos, incluido el del terapeuta. Ahora bien, este trabajo de traducción nunca puede operar por reducción (la posesión por un djinn [genio] equivale a la histeria de conversión, un ataque de brujería equivale a los trastornos paranoicos…), sino por la convocatoria de los modos de existencia de una experiencia relacional que derrote la asimetría entre los saberes subalternos y los saberes dominantes.

  • Un dispositivo terapéutico es el vector de la instauración de un mundo habitado. Donde finalmente pueda haber paz.

Si queremos democratizar el cuidado, tenemos que situarlo. Situar tanto al paciente como al cuidador para construir las condiciones de un encuentro, formas de subjetivación comunes que son las configuraciones particulares de nuestros afectos. Y la posibilidad de nuevos relatos.

Se trata de liberarse de la ficción dominante que querría que con sólo el trabajo de introspección del paciente permitiera curarle, de dar un «sentido» al sufrimiento en una lógica de descubrimiento. La interpretación, si es que existe tal cosa como la interpretación, nos instala en el interior de un punto de vista sobre el mundo que nos permite hacerlo existir en otro lugar.21 Esta conecta mundos, hace posibles los pasajes. La curación «psíquica» es así un proceso de construcción de enunciados colectivos, o de nuevos gestos, que permiten retejer las relaciones y el surgimiento de nuevos problemas. Ella es el entrelazamiento de una pluralidad de puntos de vista. Cuanto más se infiltre tal tejido en la escena terapéutica, menos actividad diagnóstica, anamnesis psicogenética y maldiciones etiológicas serán complicadas de imponer.22

¿Debemos pues decir, para salvar nuestros muebles epistemológicos, que todo es construcción? Esto es lo que nos propone el «constructivismo social». Kenneth J. Gergen considera la terapéutica como el ejercicio empírico de creación de problemas durante una relación entre un paciente y un terapeuta singulares. Para él, se trata de favorecer la creación de relatos, la co-construcción de narrativas que se extraen del corpus unificador y categórico de la psicopatología. La implicación subjetiva del terapeuta es indisociable de la experiencia terapéutica.23

En los distintos avatares del constructivismo social hay pues una amplificación voluntaria del concepto de autorreferencia del terapeuta (la puesta en marcha de su propia vivencia). Se trata de «complementar» el mundo del paciente a partir del uso deliberado de lo que los psicoanalistas designan con el nombre de contra-transferencia. En el mismo sentido, Mony Elkaïm, que también se declara parte del constructivismo, considera que la psicoterapia reside sobre todo en la atención a las resonancias entre los pacientes y los terapeutas.24

Pero el problema con el narrativismo terapéutico es que se convierte, en una suerte de ubicuidad, en el paradigma a reconducir en todas partes y para todos: desde el entorno al borde del burn-out de una start-up hasta el lumpenproletariado que habita cualquier espacio de relegación social, todos los cuales se convierten, por la gracia de las construcciones autorreferenciales, en mónadas pacificadas de una pluralidad de mundos. A cada uno su relato en la indiferencia de la asimetría entre los mundos. Es difícil pues no plantear la siguiente cuestión: si la psicoterapia no es más que la producción de narrativas para un reajuste del mundo plural tal y como es, ¿qué diferencia puede establecerse entre el mundo del broker estresado o el del habitante del gueto? Pero, sobre todo, ¿cuál es la relación entre estos mundos y las instituciones del cuidado? Es difícil pensar en el sufrimiento, en la locura, sin pensar genealógicamente en las formas sociales, las instituciones, dónde se traman las formas de representar la experiencia que se hace de ella. La institución es, simultáneamente, una fábrica de representación de la experiencia y el proceso de ocultación de los agenciamientos relacionales que la hacen existir. Este proceso de reificación tiene otro nombre: la separación. Entre los que son objeto de prácticas discursivas de la representación y los que pretenden representar la experiencia de los otros.

Si las nuevas prácticas actuales (grupos de autoayuda, grupos de apoyo mutuo) se reapropian de la experiencia del cuidado es porque hacen existir otros mundos en el rechazo de la representación, porque desarman la naturalización de lo social declarando la guerra contra la institución. Si las prácticas llevan consigo mismas otros regímenes de inteligibilidad es porque disuelven las fronteras de las instituciones. Son pues potenciales de existencia o coexistencias que emergen en un mismo movimiento de reapropiación y emancipación. La afirmación es aquí inseparable de la negación. La guerra deviene la condición de la paz.

He aquí donde comienza la parte política del cuidado. ¿De qué mundo puedo hablar con alguien que habita en otro mundo? ¿Y si mi mundo no es nada más que lo que la institución permite? Volvemos a lo que podemos llamar una guerra entre los mundos que puede reivindicar la psicoterapéutica. Cierto es que esto es sólo una relación, nada más que una relación, pero ¿desde qué posición? En otras palabras, a partir del magma de las relaciones, se trata de crear nuevas relaciones que permitan la aparición de un nuevo mundo. Pero, sobre todo, de conocer cómo renunciar al saber que pretende ser general. Podemos pues reivindicar, junto Isabelle Stengers, el carácter situado de los saberes, su radical no-inocencia, su naturaleza fragmentaria que permite oponerse a «(…) lo que transformaría la fabricación de relaciones en el resultado «normal» de algo más general, en particular, del hecho de que todo está ligado a todo. Crear una relación, entrar en una relación, tiene poco que ver con el hecho de entrar en una relación; lo quiera o no, esta existe, mientras que una relación, cuando se crea, concierne sus términos y los modifica, para mejor o para peor.»25 Entrar en la relación es fragmentar el mundo para poder, de nuevo, participar en los pasajes y las transformaciones.

La cuestión con la que me gustaría terminar es la de desviar [détournement] la mirada: ¿cómo podemos finalmente mirar hacia otro lugar? La instauración de un inter-mundo a partir del que pueda surgir de nuevo la diferencia supone, definitivamente, que nunca se sabe lo que puede hacer un colectivo. El terapeuta debe comenzar por aprender a no saber para que el paciente pueda comprometerse en un devenir. Pero, sobre todo, para que él, el terapeuta, pueda implicarse con su propio devenir durante el encuentro con el paciente. Sus observaciones siempre se refieren a lo que aún no sabe, un devenir común, y no de lo que ya cree saber adscribiendo a los pacientes en la arquitectura de lo ya determinado. Una política del cuidado nos implica en las co-operaciones, en la producción de nuevas historias, en mundos por hacer y deshacer. Finalmente llega la paz, estos momentos milagrosos de la terapéutica en los que surge un nuevo mundo. La instauración común de un devenir del que no sabíamos nada. Por nuestra cuenta y riesgo, todo puede volver a comenzar, por fin, en el medio.

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Notas

    1. David Lapoujade, Las Existencias Menores, Editorial Cactus 2018, p. 48.
    2. Michel Foucault, El nacimiento de la Clínica, Siglo Veintiuno 2013, p. 218.
    3. «Compramos la psique, elegimos como mercancías nuestras formas de errar». Mikkel Borch-Jacobsen, «Situation de la psychothérapie», en La fabrique des folies. Editions Sciences Humaines/seuil 2013, p. 285
    4. Mikkel Borch-Jacobsen, «Freud et la théorie de la séduction», Ibidem, pp. 57-96.
    5. Indefendible porque lo que había que «probar» (la regularidad de la etiología traumática) dependía de la relación terapéutica instaurada por un artefacto técnico (la sugestión hipnótica), luego de la relación singular entre el paciente y su terapeuta. La diferencia entre la abreacción y la extorsión de los recuerdos se hizo cada vez más imperceptible.
    6. Mikkel Borch-Jacobsen, «Interpréfactions. L’épistémologie légendaire de la psychanalyse». Op. cit..
    7. [Red francesa sobre la escucha de voces: http://revfrance.org]
    8. Daniel Stern, Le monde interpersonnel du nourrisson. Le fil rouge. PUF, 2003.
    9. Sándor Ferenczi, Confusion de langues entre les adultes et l’enfant. Petite bibliothèque Payot, 2016.
    10. Flora Retha Schreiber, Sybil. L’histoire vraie et extraordinaire d’une femme habitée par seize personnalités différentes Albin Michel, 1974. Se trata de una autobiografía, escrita por una periodista estrechamente vigilada por parte del psicoterapeuta de Sybil. Ver las investigaciones y las reflexiones epistemológicas de Mikkel Borch-Jakobsen, «Une boite noire nommée Sybil», op. cit. pp. 97-149.
    11. Ian Hacking, Les fous voyageurs. Les empêcheurs de penser en rond, 2002.
    12. Ian Hacking, L’Ame réécrite. Etude sur la personnalité multiple et les sciences de la mémoire. Les Empêcheurs de penser en rond, 1998.
    13. Mikkel Borch-Jacobsen, « Interpréfactions. L’épistémologie légendaire de la psychanalyse ». Op. cit. p. 245. Los efectos de verdad de estas construcción se sostienen gracias al poder de la palabra del terapeuta, es decir, a la asimetría entre él y el paciente. El paciente está solo. El terapeuta siempre tiene un colectivo tras de sí. Estos efectos de verdad pueden ser co-construídos con el paciente. Pero cuando el trabajo discursivo de los terapeutas producen las relaciones conflictivas con los pacientes, la vulnerabilidad de estos se hace prácticamente imposible liberarse del control de la institución.
    14. Donna Haraway, «Le témoin modeste: diffractions féministes dans l’étude des sciences». In, Manifeste cyborg et autres essais. Sciences- fictions-Féminismes, Exils Editeurs, 2007.
    15. Comunicación personal de Katarina Erickson, trabajadora social de un servicio de mediación familiar en Estocolmo.
    16. Este proceso comienza a adoptarse en algunos servicios de la Ayuda Social Francesa bajo el nombre de Conférences familiales Ver Hélène Daatselaar, «La conférence familiale: devenir acteur de sa vie» En Prévenir, signaler, réprimer, Revue Empan, nº 62. Editions Eres 2006. Cabe destacar que estos procedimientos de atención «colaborativos» se inspiran en las experiencias australianas, iniciadas en los años ‘90, con comunidades aborígenes que habían sufrido las destrucciones de la aculturación poscolonial. Cf. Andrew Turnell et Steve Edwards, Signs of Safety. Ed. WW Norton and co. 1999. Voir Aussi, Michael White et David Epston. Les moyens narratifs au service de la thérapie. Collection Germe, Editions SATAS, Bruxelles, 2003. La práctica terapéutica consiste entonces en lo que llaman «externalización de los problemas», una forma de librarse del control de los saberes de las instituciones, abriendo así la posibilidad de un trabajo colectivo de construcción de nuevas narrativas a partir de la activación de los saberes subalternos.
    17. Puede consultarse un documental que enfoca esta experiencia, «Dialogue ouvert, un moyen alternatif de guérir la psychose»: https://www.youtube.com/watch?v=7tb8ITIFOyY
    18. Los GEM son en parte una herencia de las experiencias de la psicoterapia institucional iniciada por François Tosquelles en el hospital de Saint Alban durante la ocupación, y prolongados por Félix Guattari en La Borde en los años ‘70. Para una historia concisa de los clubs terapéuticos, ver Marie-Odile Supligeau, « Clubs thérapeutiques et groupes d’entraide mutuelle : héritage ou rupture? », en Collectif Groupe et Institutions, Revue VST-Vie sociale et traitements, n° 95, 2007/3. Los aspectos característicos de esta experiencia son la concepción del potencial de cuidado de todos los que habitan un lugar, las configuraciones particulares de lo que lo convierte en un espacio común y el trabajo de articulación entre el «adentro» y el «afuera» de estas «cuasi-instituciones».
    19. No obstante, observamos que aunque estas experimentaciones, a menudo percibidas con una cierta hostilidad por los profesionales de la institución de la psiquiatría, revitalizan la concepción del cuidado, no dejan de ser una ganga para los poderes públicos. Se asignan presupuestos irrisorios a los GEM que apenas permiten financiar los salarios de dos monitores a media jornada pagados con el Salario Mínimo, el alquiler de un local con poco espacio y unas míseras actividades. Toda una retórica sobre los «compañeros de ayuda» y el valor del empowerment son el despliegue por parte de los poderes públicos para justificar su repliegue del sistema de cuidados psiquiátrico.
    20. «(…) Recomiendo una psicopatología que se arriesgue, que se comprometa en la descripción más adecuada de los terapeutas y las técnicas terapéuticas, y no a los enfermos. Tobie Nathan, « Manifeste pour une psychopathologie scientifique » en Médecins et sorciers, con Isabelle Stengers. Les Empêcheurs de penser en rond, 1995, p. 27.»
    21. David Lapoujade nos propone una concepción de la interpretación como reflexión, en el sentido de una simetría que instaura al oyente como reflector de la experiencia del otro. Se trata pues de una sintonización con la «tonalidad» de la experiencia del otro. En este sentido, la interpretación es inseparable de un «oído mental» que percibe los enunciados a partir de la «tonalidad» de la que proceden. Esta experiencia interpretativa pertenece a las posiciones que ocupan el locutor y el oyente. La interpretación nos sitúa pues en un nuevo proceso de un nuevo conocimiento, no un conocimiento «sobre» sino un conocimiento «con», en proceso de elaboración, inseparable de una multiplicidad de puntos de vista. David Lapoujade, Fictions du pragmatisme. William et Henry James. Les Editions de Minuit, 2008, pp. 145-147.
    22. A propósito de las maldiciones del diagnóstico, ver Alice Rivières, Manifeste Dingdingdong. Dingdingdong Editions, 2012, p. 83: «La medicina confunde sus límites por la definición. (…) El test (genético) fabrica la enfermedad de Huntington, en forma de una entidad casi vacía, evanescente, pero terriblemente posesiva y terrorífica, que tiene las características de un fantasma.»
    23. Kenneth J. Gergen, Construire la réalité. Un nouvel avenir pour la psychothérapie. Editions du Seuil, 2005.
    24. Mony Elkaïm, Si tu m’aimes ne m’aime pas. Approche systémique et psychothérapie. Editions du Seuil, 1989, p. 153.
    25. Isabelle Stengers, « Manifeste pour un ralentissement des sciences ». En, Une autre science est possible! Les Empêcheurs de penser en rond/La Découverte, 2013, p 129.