PATRIARCADO, CIVILIZACIÓN Y LOS ORÍGENES DEL GÉNERO
John Zerzan
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La civilización es fundamentalmente la historia de la dominación de la naturaleza y de las mujeres. El patriarcado significa gobernar sobre las mujeres y la naturaleza. ¿Son ambas instituciones, en el fondo, sinónimas?
La filosofía ha ignorado principalmente el vasto reino del sufrimiento que se ha desarrollado desde sus inicios, en la división del trabajo, su largo recorrido. Hélène Cixous nombra a la historia de la filosofía como una «cadena de padres». Las mujeres están tan ausentes como el sufrimiento, y son ciertamente los más allegados..
Camille Plagia, teórica literaria anti-feminista, reflexiona así sobre la civilización y las mujeres:
«Cuando veo pasar una grúa gigantesca sobre una camioneta, me detengo con admiración y reverencia, como alguien ante una procesión. Qué fuerza en su concepción; qué grandiosidad; estas grúas nos unen al antiguo Egipto, donde primero se concibieron y se llevaron a cabo las grandes obras de la arquitectura monumental. Si la civilización hubiera quedado en manos de las mujeres, seguiríamos viviendo en chozas».
Las «glorias» de la civilización y el desinterés de las mujeres por ellas. Para algunos de nosotros, las «chozas» representan el no haber tomado el camino equivocado, el de la opresión y la destructividad. Teniendo en cuenta la metastatización global de la pulsión de muerte de la civilización tecnológica, ¡ojalá siguiéramos viviendo en chozas!
¿Acaso nadie puede ver lo que ha provocado que las mujeres y la naturaleza sean universalmente menospreciadas por el paradigma dominante? Ursula Le Guin nos ofrece una corrección sustanciosa/sana al rechazo/desestimación de Paglia de ambos:
«El Hombre Civilizado dice: Yo soy Yo, Yo soy mi Dueño, todo lo demás es otro — afuera, enterrado, inferior, servil. Yo poseo, utilizo, exploro, aprovecho, controlo. Lo que hago es lo que importa. Lo que quiero es lo que importa. Yo soy lo que soy, todo lo demás es mujeres y naturaleza, para ser usadas como me plazca».
Ciertamente hay muchos que creen en la existencia de civilizaciones tempranas matriarcales, pero ningún antropólogo o arqueólogo, incluso feministas, han encontrado evidencias de tales sociedades. «La búsqueda de una cultura genuinamente igualitaria, y mucho menos matriarcal, ha demostrado ser ineficaz», concluye Sherry Ortner.
Sin embargo, hubo un largo período de tiempo en que generalmente las mujeres, antes de que la cultura definida por los hombres se volviera fija o universal, estaban menos sujetas a los hombres. Desde los años 70, antropólogos como Adrienne Zihlman, Nancy Tanner y Frances Dahlberg han corregido el anterior enfoque o estereotipo del prehistórico «Hombre Cazador» al de «Mujer Recolectora». Lo primordial aquí es el dato de que, como promedio general, las sociedades de hordas preagrícolas recibieron alrededor del 80% de su sustento de la recolección y el 20% de la caza. Es posible sobrestimar la distinción cazador/recolector y omitir aquellos grupos en los que, en un grado significativo, las mujeres cazaban y los hombres recolectaban. No obstante, la autonomía de las mujeres en sociedades forrajeras está arraigada sobre el hecho de que los recursos materiales para la subsistencia están igualmente disponibles tanto para la mujer como para el hombre en sus respectivas esferas de actividad.
En el contexto del ethos generalmente igualitario de las sociedades de cazadores-recolectores o de forrajeo, antropólogas como Eleanor Leacock, Patricia Draper y Mina Caulfield han descrito una relación generalmente igualitaria entre hombres y mujeres. En los entornos en los que la persona que procura algo también lo distribuye, y en los que las mujeres adquieren alrededor del 80% del sustento, las mujeres son, en gran medida, quienes determinan los movimientos de la sociedad de hordas y la ubicación de los campamentos. Del mismo modo, las evidencias indican que las mujeres y los hombres fabricaban por igual los instrumentos de piedra utilizados por los pueblos preagrícolas.
Con los matrilocales Pueblo, Iroquois, Crow y otros grupos de indios americanos, las mujeres podían terminar una relación matrimonial en cualquier momento. En general, hombres y mujeres de la sociedad de hordas se mueven libremente y pacíficamente de una a otra, así como dentro o fuera de las relaciones. Según Rosalind Miles, los hombres no sólo no mandan ni explotan el trabajo de las mujeres, «ejercen poco o ningún control sobre los cuerpos de las mujeres o los de sus hijos, sin hacer ningún fetiche de la virginidad o la castidad, y sin exigir la exclusividad sexual de las mujeres». Zubeeda Banu Quraishy proporciona un ejemplo africano: «Las asociaciones de género de los Mbuti se caracterizaron por la armonía y la cooperación».
Y aún así, uno se pregunta, ¿fue la situación realmente tan prometedora? Dada una devaluación aparentemente universal de la mujer, que varía en sus formas pero no en su esencia, la cuestión de cuándo y cómo fue básicamente de otra manera persiste. Hay una división fundamental de la existencia social según el género, y una jerarquía obvia en esta división. Para la filósofa Jane Flax, los dualismos más arraigados, incluso los de sujeto-objeto y mente-cuerpo, son un reflejo de la desunión de género.
El género no es lo mismo que la distinción natural/fisiológica entre los sexos. Es una categorización y clasificación cultural basada en una división sexual del trabajo que puede ser la única forma cultural de mayor importancia. Si el género introduce y legitima la desigualdad y la dominación, ¿qué podría ser más importante para poner en tela de juicio? Así, en términos de orígenes — y en términos de nuestro futuro — la cuestión de la sociedad humana sin género se presenta.
Sabemos que la división del trabajo condujo a la domesticación y la civilización y que, a día de hoy, impulsa el sistema globalizado de dominación. También parece que la división sexual del trabajo impuesta artificialmente fue su forma más temprana y, en consecuencia, también la formación del género.
Desde hace mucho tiempo se ha reconocido el compartir la comida como una característica única de la forma de vida de los forrajeros. También se comparte la responsabilidad del cuidado de la descendencia, persistente entre las pocas sociedades de cazadores-recolectores que quedan, en contraste con la vida familiar privatizada y aislada en la civilización. La familia, tal y como la consideramos, no es una institución eterna, como tampoco la maternidad exclusivamente femenina era inevitable en la evolución humana.
La sociedad se integra a través de la división del trabajo y la familia se integra a través de la división sexual del trabajo. La necesidad de integración denota una tensión, una división que requiere una base para la cohesión o la solidaridad. En este sentido, Testart estaba en lo correcto cuando decía: «La jerarquía es inherente a la familia». Así, las relaciones familiares se convierten en relaciones de producción debido a su base en la división del trabajo. Cucchiari menciona que: «El género es inherente a la naturaleza misma de la familia, que no podría existir sin él». Es en esta área donde uno puede explorar la raíz del dominio de la naturaleza, así como de las mujeres.
A medida que los grupos forasteros en las sociedades de hordas ceden el paso a roles especializados, las estructuras familiares formaron la infraestructura de relaciones que se desarrollaron hacia la desigualdad y las diferencias de poder. Normalmente, las mujeres se inmovilizaban por el rol privatizador del cuidado de los niños; este patrón se profundizó más tarde, más allá de los supuestos requisitos de ese rol de género. Esta separación y división del trabajo basada en el género comenzó a ocurrir alrededor de la transición de las eras del Paleolítico Medio al Superior.
El género y el sistema paternal son construcciones culturales situadas por encima y en contra de los sujetos biológicos involucrados, como dice Juliet Mitchell: «sobre todo una organización simbólica del comportamiento». Puede ser más revelador observar a la cultura simbólica en sí misma tal y como lo requiere la sociedad de género, por «la necesidad de mediar simbólicamente un cosmos severamente dicotomizado». La cuestión de «qué fue primero» se presenta con dificultad de ser resuelta. Sin embargo, está claro que no hay evidencia de actividad simbólica (por ejemplo, las pinturas rupestres) hasta que el sistema de género, basado en la división sexual del trabajo, estaba aparentemente en marcha.
En el Paleolítico Superior — la época inmediatamente anterior a la Revolución Neolítica de la domesticación y la civilización — la revolución de género había asegurado su éxito. Gracias a las pinturas rupestres, encontramos signos masculinos y femeninos que datan de unos 35.000 años. La conciencia de género surge como un conjunto de dualidades que lo abarca todo, un espectro de sociedad dividida. En la nueva polarización, la actividad se convierte en una actividad relacionada con el género, definida por el género. El rol del cazador, por ejemplo, se desarrolla en asociación con los hombres, sus requisitos se atribuyen al género masculino como rasgos deseados.
Aquello que antes había sido mucho más unitario o generalizado, como los grupos recolectores o la responsabilidad comunal del cuidado de los niños, ahora se ha convertido en las esferas separadas en las que aparecen los celos sexuales y la posesividad. A su vez, lo simbólico emerge como una esfera o realidad separada. En términos del contenido del arte, así como del ritual y su práctica, es revelador. Es arriesgado extrapolar del presente al pasado remoto, pero las culturas no industrializadas que han sobrevivido pueden clarificar algo. Los Bimin-Kushusmin de Papúa Nueva Guinea, por ejemplo, experimentan la división masculina-femenina como fundamental y definitoria. La «esencia» masculina, llamada finiik, no sólo hace referencias a cualidades poderosas y bélicas, también las de ritual y control. La «esencia» femenina, o khaapkhabuurien, es salvaje, impulsiva, sensual e ignorante del ritual. Del mismo modo, los Mansi del noroeste de Siberia imponen severas restricciones a la participación de las mujeres en sus prácticas rituales. En las sociedades de hordas, no es exagerado decir que la presencia o ausencia de rituales es crucial para la cuestión de la subordinación de las mujeres. Gayle Rubin concluye que «la derrota mundial de la mujer se produjo con los orígenes de la cultura, y es un prerrequisito de esta».
El auge simultáneo de la cultura simbólica y la vida ligada al género no es una coincidencia. Cada una de ellas implica un cambio básico de la vida no-separada, no-jerarquizada. La lógica de su desarrollo y extensión es una respuesta a las tensiones y las desigualdades que personifican; ambas están interconectadas dialécticamente a la división más antigua, esto es, la división artificial del trabajo.
A la par, relativamente, de la alteración de género/simbólica vino otro Gran Salto Adelante hacia la agricultura y la civilización. Este es el definitivo «elevarse por encima de la naturaleza», anulando los dos millones de años anteriores de inteligencia no dominante e intimidad con la naturaleza. Este cambio fue decisivo como consolidación e intensificación de la división del trabajo. Meillasoux nos recuerda sus comienzos:
«Nada en la naturaleza explica la división sexual del trabajo, ni instituciones como el matrimonio, la conyugalidad o la filiación paterna. Todas se imponen a las mujeres por obligación, por lo tanto, son hechos de la civilización que deben ser explicados, no usados como explicaciones».
Kelkar y Nathan, por ejemplo, no encontraron una amplia especialización de género entre los cazadores-recolectores comparado con los agricultores de la India Occidental. La transición de la búsqueda de alimentos a la producción de estos movilizó cambios radicales en las sociedades de por entonces. Citando otro ejemplo más próximo al presente, es instructivo que los Muskogee del sureste americano mantengan el valor intrínseco del bosque salvaje e indomesticado; los civilizadores colonialistas atacaron esta postura intentando reemplazar la tradición matrilineal de los Muskogee por relaciones patrilineales.
El epicentro de la transformación de lo salvaje a lo cultural es el hogar, ya que las mujeres se limitan progresivamente a sus horizontes. Aquí es donde la domesticación se edifica (incluso etimológicamente, del latín domus, o hogar): algunas de las características de la existencia agrícola de las mujeres son el trabajo de esclava, menor dificultad en la búsqueda de comida, una mayor reproductividad, y una esperanza de vida menor que la de los hombres. De aquí surge otra dicotomía que para muchas generaciones no había existido, la distinción entre trabajo y no-trabajo. Desde el lugar de producción de género y su constante extensión proceden otros fundamentos de nuestra cultura y mentalidad.
Las mujeres confinadas, si no están completamente pacificadas, son definidas como pasivas. Al igual que la naturaleza, tienen el valor de algo que debe ser hecho para producir; esperando la fertilización, la activación desde el exterior de sí mismas. Las mujeres han experimentado el paso de la autonomía y la igualdad relativa en pequeños grupos anárquicos y móviles a una condición controlada en grandes y complejos asentamientos gobernados.
La mitología y la religión, compensaciones de la sociedad dividida, atestiguan la posición reducida de la mujer. En la Grecia de Homero, la tierra improductiva (no domesticada por la cultura del grano) se consideraba femenina; la morada de Calipso; de Circe; los cantos de las Sirenas que tentaron a Odiseo a abandonar las tareas de la civilización. De nuevo, tanto la tierra como las mujeres están sometidas a la dominación. Pero este imperialismo revela ciertos rastros de una consciencia culpable, como en los en los cuentos de Prometeo y Sísifo y sus castigos para aquellos asociados con la domesticación y la tecnología. El proyecto de la agricultura se consideraba, en unas zonas más que en otras, como una violación; de ahí la incidencia de esta en los relatos de Demeter. Con el tiempo, a medida que las pérdidas aumentan, las grandes relaciones madre-hija del mito griego — — Demeter-Kore, Clitemnestra-Ifigenia, Yocasta-Antígona, por ejemplo — — desaparecen.
En el Génesis, el primer libro de la Biblia, la mujer nace del cuerpo del hombre. La Caída del Edén representa la muerte de la vida del cazador-recolector, la expulsión a la agricultura y el trabajo duro. Es evidente que la culpa recae sobre Eva, que lleva el estigma de la Caída. Es irónico que la domesticación sea el miedo y el rechazo de la naturaleza y la mujer, mientras que en el mito del Jardín del Edén en realidad se culpe a la principal víctima de su escenario.
La agricultura es una conquista que cumple lo que comenzó con la formación y el desarrollo del género. En general, la cultura neolítica, a pesar de la presencia de figuras divinas, unidas a la piedra angular de la fertilidad, tiene una gran preocupación por la virilidad. Tal y como lo ve Cauvin, desde las dimensiones emocionales de este masculinismo, la domesticación animal debe haber sido principalmente una iniciativa masculina. El distanciamiento y el énfasis en el poder han estado con nosotros desde entonces; por ejemplo, la expansión de la frontera como la energía masculina sometiendo a la naturaleza femenina, una frontera tras otra.
Esta trayectoria ha alcanzado proporciones abrumadoras, y se nos dice por todos lados que no podemos evitar nuestro compromiso con la tecnología ubicua. Sin embargo, el patriarcado también está en todas partes, y una vez más se presume la inferioridad de la naturaleza. Afortunadamente, «muchas feministas», dice Carol Stabile, sostienen que «un rechazo a la tecnología es fundamentalmente idéntico a un rechazo al patriarcado».
Hay otras feministas que reclaman una parte del proyecto tecnológico, que plantea un «escape del cuerpo» virtual y cibernético y su historia de género de subyugación. Pero esta huida es ilusoria, un olvido de todo el tren y la lógica de las instituciones opresivas que conforman el patriarcado. El des-esencarnado futuro de la alta tecnología sólo ofrece el mismo curso destructivo.
Freud consideraba que tomar el lugar de uno como sujeto del género era fundamental, tanto cultural como psicológicamente. Pero sus teorías asumen una subjetividad de género ya presente y, por lo tanto, plantean muchas preguntas. Varias consideraciones permanecen sin abordar, como el género en tanto expresión de las relaciones de poder, y el hecho de que nacemos en este mundo como criaturas bisexuales.
Carla Freeman plantea una pregunta pertinente con su ensayo titulado, «Is Local: Global as Feminine: Masculine? Rethinking the Gender of Globalization».
La crisis general de la modernidad tiene sus raíces en la imposición del género. La separación y la desigualdad comienzan aquí en el período en que surge la propia cultura simbólica, que pronto se vuelve definitiva como domesticación y civilización: el patriarcado. La jerarquía de género no puede reformarse más que el sistema de clases o la globalización. Sin una liberación de la mujer profundamente radical estamos relegados al fraude mortal y a la mutilación, que ahora reparte un daño terrible por doquier. La totalidad de la ausencia de género original puede ser una propuesta para nuestra redención.