Ponemos a vuestra disposición la transcripción de la charla que dimos en el I Encuentro del Libro Comunista el pasado 3 de junio. Al final de la entrada, encontraréis el link para descargaros el pdf.
BENJAMIN
Los albores de la politización del arte en Benjamin tal vez se localicen en el momento en el que comienza a concebir la relación entre arte y praxis política desde una perspectiva que permite la utilización organizativa del arte para la lucha de clases. El tal vez conocido lema «ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución», sacado de su ensayo sobre el surrealismo publicado en 1929 —corriente por la que muestra cierta ambivalencia positiva, aunque más tarde veremos de qué manera se distanciará de los preceptos surrealistas, sobre todo en lo que refiere a la relación con lo onírico—, remite a esa conjunción entre el puro impulso rebelde y la preparación revolucionaria, que debe ser de naturaleza metódica.
Más tarde, al tratar la relación entre autor y técnica, afirmará que esta vinculación no es «una mera renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino que habrá que proponer innovaciones técnicas». En definitiva, que la propaganda, o, por decirlo de otro modo, la concepción de la técnica artística como mero instrumento cuyo único objetivo sería el de impulsar una «tendencia» en las masas, aunque no desestimable, es insuficiente si no es articulada conjuntamente a una actitud, a una postura del autor que este ejecutaría a través del resultado de la técnica, es decir, de la obra artística. En palabras de Benjamin, esto consistiría en «no pertrechar el aparato de producción sin, en la medida de lo posible, modificarlo en un sentido socialista», esto es, hacer de los lectores colaboradores y no simples observadores del producto artístico. Aquí es donde la técnica toma un papel fundamental a la hora de pensar en las potencialidades del arte.
La ortodoxia marxista de la época, sin embargo, distaba de comulgar con las posiciones benjaminianas en el debate sobre la estética marxista. Como se cuenta en la biografía de Bernd Witte, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, tal vez su escrito por excelencia, fue rechazado por el periódico moscovita Literatura Internacional, y Benjamin tuvo que comprobar que el lugar al que originalmente iba dedicado ese trabajo, Rusia, era, al fin y al cabo, el menos apropiado. En su Diario de Trabajo, Bertolt Brecht, quien había contribuido a que Benjamin abandonase posturas más anarquistas para centrarse en la potencialidad política de la vinculación arte-praxis, califica su noción de aura de antimaterialista y la reduce a «pura mística, a pesar de la postura antimística», pero es precisamente adoptando esta concepción de la modernidad capitalista como una especie de mundo onírico como, a mi juicio, se puede penetrar en los planteamientos de Benjamin en torno a la constelación que conforman arte, técnica y política. A continuación, nos adentraremos en los significados de este vocabulario del mundo de los sueños del que hace uso Benjamin.
Antes de entrar en el meollo, tal vez sea interesante bosquejar aquello que se entiende por arte autónomo, que será relativamente útil para lo que yo voy a exponer, pero lo será sobre todo para la exposición de mi compañero sobre Adorno.
Se podría decir que el arte autónomo surge históricamente en el momento en el que el arte como tal se libera de deberes, por así decirlo, «extraartísticos» —entendiendo por artístico aquello que hoy en día intuitivamente se entiende por artístico—. El proceso por el que el arte se convierte en lo que hoy en día conocemos como arte moderno tiene su inicio en el Renacimiento, cuando la tarea del artista, liberado de los encargos eclesiásticos, consiste cada vez más conscientemente en representar el mundo sensible, lo que hace que el arte se encuentre profundamente ligado a lo matemático: allí se habla de proporciones, perspectivas o dimensiones. Antes de alcanzar su estado histórico actual, el arte se desliga, asimismo, de la imagen científica del mundo, cosa que no hace hasta el Cinquecento, y a partir de entonces, será la imagen científica del mundo la que se transformará según principios artísticos. En el siglo XIX, el arte ya es una forma de análisis y de interpretación del mundo; el siglo precedente fue el siglo del surgimiento de la teoría estética, cuya razón de ser parte de la concepción del arte como hecho autónomo, ya totalmente perdida la función y el valor que tenían en la sociedad ilustrada.
En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin aborda la problemática de lo que podría llamarse superación del arte autónomo, mostrando el proceso en el que la reproducción técnica de la obra produce en esta un estado de disponibilidad respecto a aquello que la podría legitimar. Este proceso es lo que Benjamin llama pérdida de aura o desauratización.
El aura en Benjamin es aquello que hace única cada obra de arte, que es precisamente «su aquí y ahora. No existe una copia de ella»: a pesar de las reproducciones que se puedan hacer de una obra de arte, ninguna puede recorrer el mismo trayecto espaciotemporal que la producción original. El aura no es una cosa que se pueda fotografiar, puesto que es algo que forma parte de la obra de arte en tanto ligada a sus coordenadas espaciotemporales.
Para Benjamin, «lo que se marchita de la obra de arte en la época de su reproductividad técnica es su aura». Ahora, la reproducción es masiva y la sociedad se acerca a las cosas por medio de imágenes. Las masas conocen reproducciones de obras inalcanzables para ellos —en el sentido de que no pueden conocerlas en su particular aquí y ahora—, ignorando que la imagen que las representa carece del aura de la producción artística original, y se adaptan a esta nueva aproximación del arte: las obras de arte ya no se pueden ver como objetos divinos, de culto o de veneración, como antaño, puesto que ahora es suficiente con una imagen de ellas. Así, el cine conforma un muy buen ejemplo de la reproductividad, pues en un único producto cinematográfico nos podemos encontrar tanto con reproductividad de imagen como de sonido, así como con un intento de representación de la vida real lo más fidedigna posible. El cine pierde el aura que, por ejemplo, el teatro aún puede conservar.
A las consecuencias del proceso en el que la reproducción técnica de la obra, desligada de su tradicional función cultural, genera un estado de disponibilidad respecto de aquello que le puede otorgar legitimidad es a lo que se refiere Benjamin cuando afirma que «en lugar de [la fundamentación del arte] en un ritual, aparece su fundamentación en la política».
Las reproducciones y modificaciones tecnológicas de las obras de arte coinciden inmediatamente con una masificación sin precedentes de la producción artística. Esto no es sino una versión concreta y reducida al ámbito del arte de una tematización más amplia dedicada a la técnica en general.
En el Libro de los Pasajes, Benjamin describe de qué manera las transformaciones consecuentes al desarrollo tecnológico han conformado un mundo totalmente nuevo, un mundo nuevo cuya peculiaridad consiste en el reencantamiento general de la vida y del mundo. Benjamin encuentra el modelo de este reencantamiento en lo onírico. La manera en la que se justifica el poder hablar de una esencia onírica de la modernidad o la vinculación que tiene con la adhesión de Benjamin al materialismo marxista solo puede explicarse tras un análisis de los conceptos de «fetiche» y «fantasmagoría».
Marx entiende por «fetichismo de la mercancía» el proceso por el cual dicha mercancía subsume su valor de uso a su valor de cambio. Es decir, el objeto, en tanto resultado de determinada fuerza de trabajo, se independiza de aquello que materialmente es. [La mercancía se vuelve resultado de sí misma]. Las mercancías, separadas de la sustancia que les da su materialidad, se resignifican en términos mercantiles abstractos y, de esta manera, se convierten en fetiches. En palabras del propio Marx, «este carácter misterioso de la forma mercancía estriba en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de estos como si […] la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores». Esta autorreferencialidad presenta a la mercancía como posibilidad, como sueño o, como Benjamin mismo afirma en El Libro de los Pasajes, como «promesas de felicidad». En esta misma obra, Benjamin incide sobre el hecho de que el fenómeno de la fetichización no solo supone una transformación radical de las mercancías, sino de la naturaleza misma de la sociedad que las produce. Allí es donde habla de fantasmagoría. Cito: «La imagen que de este modo [la sociedad] produce de ella misma, y la que suele intitular como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría». La fetichización es, pues, el camino que conduce hacia la fantasmagorización de la sociedad, y así se hace evidente el porqué del uso de lo onírico, lo ilusorio o lo mágico como vocabulario para explicar lo que sucede con el mundo de los objetos en la modernidad.
Las mercancías, además, se viven necesariamente de forma subjetiva, sin por ello perderse la experiencia colectiva, puesto que todas las personas experimentan individualmente la misma «realidad alterada».
La ruptura producida por el desarrollo tecnológico en el mundo cotidiano y la percepción que tienen de este las personas son vistos por Benjamin como una revigorización de lo susceptible de transformar la esencia de lo social. Esto se aprecia en París, capital del siglo XIX, donde ve en la arquitectura de las Exposiciones Universales «una peregrinación al fetiche que es la mercancía». La cotidianeidad misma se convierte en el epicentro de una religión profana que parece estar hecha del mismo material que las escenas de lo onírico.
La singular comprensión que Benjamin tiene del sueño radica en que este no es un fenómeno que se da naturalmente en el hombre, sino una forma de experiencia históricamente constituida, y, por lo tanto, su forma, su contenido y su función difieren según la época a la que pertenecen.
Los sueños no son un fenómeno puramente individual, sino que conllevan un carácter colectivo que es el que lleva a Benjamin a buscar en ellos aquello que pueden decir sobre el mundo de la vigilia. El lugar privilegiado que ostentan en su filosofía está estrechamente ligado a su condición de productos de experiencias concretas, cuya repetición sería «el símbolo de la continua represión social que preveía la realización de deseos utópicos». Pero Benjamin no se contenta con la simple tarea freudiana de interpretar los sueños, sino que va más allá, buscando «iluminar la esfera de los sueños para conducirla hasta el umbral del despertar» (Ibarlucía), tarea que se hace muy presente en el Libro de los Pasajes. Benjamin busca transformar las imágenes oníricas en imágenes dialécticas. Su objetivo no es el de representar estas imágenes, sino disipar su niebla; es decir, desde una perspectiva dialéctica, superar aquella tendencia, a la que típicamente se adhirieron los surrealistas, de permanecer inmersos en el sueño.
De lo que se trataría, pues, sería de una inervación colectiva que permitiese el encuentro entre cuerpo e imagen. Ya presente en el vocabulario psicológico de la época, la noción de inervación refiere, en Benjamin, a una anulación del efecto anestésico que el cine produce sobre los espectadores, una recepción mimética del mundo exterior que, en lugar de salvaguardar a cambio de paralizar, sería fortalecedora; en definitiva, un uso político del arte y de la técnica que se aparta completamente del uso practicado por el fascismo.
En dicho encuentro entre cuerpo e imagen, «toda tensión revolucionaria se hace inervación corporal colectiva y todas las inervaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, […] y solo entonces se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista lo exige». El encuentro entre cuerpo e imagen sería la revolución como liberación de un deseo que estaba encerrado en lo onírico, es decir, el pasaje de lo contemplativo a la praxis, de una «poética política» a una «política poética».
Aquí es interesante dar a conocer la diferenciación que Benjamin establece entre aquella técnica primitiva, la del arte prehistórico, que exigía una participación y un compromiso máximos de los seres humanos, y aquella segunda técnica, ligada al arte actual, que reduce esta participación humana al mínimo. Así, pone la primera piedra para establecer un vínculo sin precedentes entre hombre y técnica, cuando hasta entonces los planteamientos que se hacían respecto a la técnica se enmarcaban más bien en torno su carácter esclavizante.
Debe de entenderse que el origen de esta segunda técnica reside en el juego. En la genealogía del arte benjaminiana, el juego y la apariencia son formas miméticas ancestrales. «Las dos vertientes del arte, apariencia y juego, están como dormidos en la mímesis, estrechamente plegados el uno sobre el otro». La reproductibilidad técnica y el consecuente derrumbamiento del aura conllevarían un aumento considerable del espacio para el juego en el arte y el desarrollo de una inteligencia práctica, y es en el cine donde Benjamin encuentra el máximo despliegue de este espacio para el juego.
«La primera tecnología buscaba dominar la naturaleza, mientras que la segunda apunta más bien al interjuego entre la naturaleza y la humanidad. Actualmente, la función social primaria del arte es ensayar ese interjuego. […] La función del cine es la de entrenar a los seres humanos en las apercepciones y las reacciones necesarias para lidiar con un vasto aparato cuya injerencia en sus vidas se expande casi a diario. Lidiar con esos aparatos les enseña además que la tecnología los liberará de la esclavitud de los poderes del aparato solo cuando toda la constitución de la humanidad se haya adaptado a las nuevas fuerzas productivas que la segunda tecnología ha liberado». Es por eso que «las revoluciones son inervaciones del colectivo».
La reproductibilidad técnica inauguraría el camino hacia una nueva forma de vinculación con la segunda técnica. «Cómo se construye un filme, si es que se abre camino por entre el escudo adormecedor de la conciencia o meramente proporciona “adiestramiento” para el fortalecimiento de sus defensas, deviene un problema de gran importancia política».
Sin embargo, la ambivalencia de las fuerzas productivas de la nueva técnica puede ser dirigida tanto a la emancipación de la humanidad —posibilidad que, según Benjamin, vendría dada por la segunda técnica— como a su propia destrucción. Ambas caracterizan la dialéctica consecuente de la potencialidad de la técnica, de la reproductibilidad técnica.
La revolución como inervación corporal colectiva, la superación del estado onírico, debe tener lugar a través de la acción de medios técnicos, como el cine, sobre el aparato perceptivo. Sin embargo, esto solo es posible mediante exposiciones al cine de masas, que permanece guiado por la mano del capitalismo.
ADORNO
Esta segunda intervención recorrerá algunos de los puntos que ya se han tratado, aunque como veremos desde una perspectiva distinta y por momentos diametralmente opuesta. No se enfocarán la cultura y el arte como instancias bien delimitadas. Si la primera es ya netamente política por ser, siguiendo el desarrollo en el capítulo de Dialéctica de la Ilustración, indistinguible de su realidad como industria, el segundo no se desentiende en favor de la contemplación estética, sino que incorpora la dimensión política negativamente; como advierte desde la introducción de su Teoría Estética, «[el arte] se condena a dar, falto de la esperanza en otra cosa, una justificación de lo existente». Al final, ambas esferas se entrelazan para hacer evidente una tensión a la que él mismo no supo o pudo dar solución, y que hoy se nos lega tan actual como urgente de ser respondida.
En la cita que he mencionado destaca la palabra esperanza. Esta elección no es casual ni un mero recurso retórico: la esperanza actúa como catalizador del arte, de manera que su concepto, incapaz de cumplir su realización —pues esta solo puede colmarse en el terreno de la praxis histórica—, se mantiene actualizado en la promesa de lo mejor, de algo diferente. Solo así puede concebirse ya no solo al arte, sino a toda la cultura en general, como simultáneamente el producto de la barbarie y el bastión desde el cual defenderse de tal barbarie. Esta defensa, sin embargo, nace antes de la necesidad de supervivencia que de la virtud constitutiva; no hay nada rescatable del proceso de producción mercantil de la cultura ni de la aspiración de trascendencia que haría del arte el pasaporte hacia una esfera brillante al margen de un mundo vulgarizado y sumido en crisis. Más bien, es ese estado en crisis lo que revitaliza una cultura que se niega a ser reflejo conciliador del mundo, al estilo de las marchas triunfales al término de una guerra o en las fechas señaladas por la tradición.
Si como cierta película decía, «el arte es una herida hecha luz»,[1] tenemos que hacernos cargo tanto de su carácter de herida como de lo que ella alumbra. La sociedad se mueve al ritmo que marca el valor, y en ese sentido la obra de arte participa como mercancía en la reproducción de la vida del capital. Pero también en la obra de arte, por ese carácter iluminador, se ve más transparentemente la contradicción interna del proceso que pone a funcionar el capital, la dialéctica entre naturaleza y dominio de la naturaleza. «Los estratos básicos de la experiencia, que constituyen la motivación del arte, están emparentados con el mundo de los objetos del que se han separado», escribe Adorno. «Los insolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma». Sobre esto volveré al final.
Retrocediendo un poco, cabe dejar claro qué es cultura para Adorno y por qué su desarrollo histórico hasta la época en la que se escribe Dialéctica de la Ilustración fuerza que ya solo pueda adoptar la forma de industria. En la exposición que hace en compañía de Horkheimer se seguía el mismo esquema y se partía de la misma premisa que está presente en todo el libro: la Ilustración, junto al concepto de progreso que ésta enarbola, ha sentado las bases para la desmitologización de la naturaleza —liberarnos de sus designios, independizarnos de sus normas inexorables—, al mismo tiempo que ha devenido segunda naturaleza —la libertad de la humanidad se ha conseguido a costa del sometimiento a un nuevo tipo de heteronomía; la independencia que predicaba el capital se ha vuelto tangible y real gracias a la total dependencia de los sujetos respecto a la ley del valor—. Esta idea es la que está de fondo en la ecuación que iguala cultura a industria: cuando la primera falta a su promesa de apuntar más allá de lo meramente existente, la segunda apuntala ese fracaso y reduce toda su potencialidad a la producción de las condiciones que aseguren la autoconservación; de este modo, el contenido de iluminación del que hablaba antes prácticamente es agotado en una forma —la industria cultural— que propaga un régimen de homogeneidad en todas las esferas de la vida.
Aquí hay un punto de considerable fatalidad. En una sociedad donde cultura e industria cultural designan la misma realidad, es imposible concebir algo así como un arte inmediatamente popular o revolucionario. Para Adorno el consumidor cultural es un simple objeto de un aparato industrial al que se adhiere, pues para ser un agente de pleno derecho debería participar de alguna manera en la producción de aquello que consume. La figura del mensaje en una botella con la que aludía a la falta de receptores de la teoría crítica tiene su reflejo en el campo de la cultura a modo de precaución: no se puede hablar a un público que no existe. En el debate que mantuvo con su amigo Eisler sobre la Nueva Música, se posicionó en contra de una música comunitaria aludiendo a que «no puede adoptarse el punto de vista del colectivo cuando este no es sustancial». Lo que Adorno busca, en cambio, es acercarse a la cultura desde la especificidad histórica de su tiempo, lo que implica preocuparse por las determinaciones concretas de las diferentes manifestaciones culturales, por aquello que hace que algo sea una obra de arte —y con esto no me refiero al uso grandilocuente del concepto «obra de arte», sino a algo más trivial: qué hace que algo solo sea expresable, por ejemplo, en términos pictóricos y no en términos literarios o cinematográficos—.
Si el enfoque puramente político pierde de vista esto, tampoco el puramente estético está exento de problemas. Esto se debe a que sobrevuela una separación entre estética e historia que no es caprichosa: esta escisión es producida retrospectivamente, como reflejo de una división del trabajo que en el capitalismo se extiende en un grado de estratificación sin precedentes, manteniendo impermeables los diferentes mundos culturales. Si se puede hablar de una cultura burguesa y una cultura proletaria es en tanto que esta división opera con plena actualidad en la disposición social de la vida —y es aquí donde puede caber la lucha cultural, no como choque de cosmovisiones enfrentadas, sino como disputa del espacio y de la capacidad efectiva de organizar nuestra propia vida—. Sería ingenuo querer cerrar esa brecha con el gesto voluntarista de «acercar la cultura al pueblo», ya que eso redundaría en el fundamento de una separación que es objetiva y que se sirve de la condición de desposesión de una clase para afianzar el privilegio de disfrute de otra. Adorno no se hace trampas al solitario fingiendo que el velo de dignidad con el que se recubre la alta cultura es destituible por decreto; este nace de las raíces mismas de la dominación y ese terreno excede el rango de la crítica.
No obstante, en consonancia con la tensión que late en todo su corpus teórico —aquella que confiesa obstáculos insalvables contra los que arremete incesamente—, este callejón sin salida aparente encuentra un nuevo revulsivo en el concepto de autonomía del arte. En un momento llega incluso a escribir: «que haya arte no se vuelve indiferente por el hecho de que lo que importa es la revolución». Esta autonomía radica en las posibilidades inmanentes a su criterio formal: un lenguaje que le sea propio al medio artístico en cuestión y que sobrepuje los límites que la realidad social ha sepultado bajo su lógica integradora. Tal lenguaje, que para Adorno solo puede ser el del sufrimiento, debe siempre mantenerse en el filo de la navaja si no quiere convertirse en ideología: debe asumir, en sus propias palabras, «el principio represor». Aquel aforismo de Pavese que reza «en todas partes hay un charco de sangre que pisamos sin saberlo» no debe convertirse en pretexto exculpatorio: la negatividad del arte exige su desarrollo sin atenuar la conciencia de que se está pisando ese charco constantemente.
Abro ahora un breve paréntesis para introducir, esperemos que sin faltar al rigor, las concepciones de Kant y Hegel en torno a la belleza porque son relevantes para desarrollar el concepto de autonomía. En la Crítica del juicio Kant defiende que lo bello antecede a la razón por su pretensión de universalidad subjetiva. El juicio de «esto es bello» es subjetivo porque no puede probarse objetivamente de manera vinculante para el resto. Pero también es universal porque esa afirmación reclama una aceptación generalizada que trasciende la experiencia particular; no se está transmitiendo lo que cierto objeto te hace sentir, sino que se está dando un juicio de valor que desde su enunciado tiene vocación universal. Es decir, no hay un acuerdo teórico o práctico sobre el contenido de lo bello, es precisamente lo bello lo que nos informa de la posibilidad objetiva de un acuerdo.
Por otro lado, Hegel se hace eco del intento de Kant de rescatar la objetividad estética desde este enfoque trascendente, pero critica que su consideración de la obra de arte solo tenga en cuenta a los sujetos que intervienen en ella —quien la crea y quien la contempla—. En cierta manera, Hegel radicaliza el enfoque kantiano y hace énfasis sobre el contenido cognitivo del arte, que no se agota en la subjetividad del productor y el consumidor. Separándose también de cualquier intento de inferir la belleza por medios racionales o científicos, no deja de lado el carácter empírico en favor del trascendental. Para él no hay separación radical entre uno y otro, de modo que se aproxima a la belleza de la obra de arte desde su historicidad: la historia del arte es más que una suma de ejemplos irrelevantes para la filosofía, es la vía de acceso misma para entender lo que una obra de arte es.
Dadas estas líneas generales, retomo a Adorno. Su intención es construir desde estos precedentes una crítica materialista de la estética idealista. A Kant le achaca lo que ya había objetado Hegel, esto es, el no considerar el contenido de verdad que la obra de arte tiene en sí misma. Insistir en lo que Adorno denomina «la prioridad del objeto en el arte» no significa volver al argumento racionalista que Kant criticaba; más bien implica que el objeto artístico no es un mero artefacto inerte a merced del sujeto, sino que incorpora un momento subjetivo (cognitivo) porque en sí mismo es ya cognitivo. Parece paradójico decir que un cuadro o una composición musical incorpora un rasgo propiamente humano como es el conocer, pero es justo esa apariencia aporética la que da fuerza al concepto de autonomía —y es esta la razón, en última instancia, por la que a través de una obra de arte puede llegar a comprenderse lo que es vivir, en el sentido integral del término—.
Frente a Hegel, Adorno registra un problema que no es enteramente suyo, sino que corresponde a una tragedia histórica: si la belleza natural ha perdido importancia es por el sometimiento absoluto de tal naturaleza a los designios de la Ilustración. Obviamente la mirada que Adorno dirige a este tipo de belleza no es ingenua ni sentimental; él mejor que nadie sabe que la única apelación posible es la que dé cuenta de una mediación histórica que está ligada a la emancipación de la escasez y la necesidad que hacían de la humanidad una variable dependiente de la naturaleza. Lo que a Adorno le interesa de esta idea de belleza es su potencial correctivo respecto a la estética idealista. Aquí se encuentra el núcleo de lo que significa para él la utopía: la obra de arte como testaferro de una conciliación entre naturaleza y cultura. Aristóteles estableció esta relación con su famosa máxima «el arte imita a la naturaleza»; Adorno, partiendo del hecho de que no existe naturaleza digna de tal nombre —es decir, «la naturaleza que se agita tierna y mortalmente en su belleza»—, extiende el silogismo: el arte imita algo que no existe todavía.
Dicha estética materialista trata la sucesión histórica de objetos artísticos como una suma cuyo cómputo total es mayor que el conjunto de materiales producidos y percibidos. Pero este algo más no cae en el lado del idealismo gracias a que no pretende borrar el hechizo de su apariencia. El momento ilusorio de esa insistencia —que exista una esencia no conmensurable en los elementos empíricos de la obra en cuestión— se combina con un momento no ilusorio que es precisamente el contenido de verdad que he mencionado antes en la crítica a Kant —dichos elementos empíricos adquieren unidad y sentido cuando son proyectados según una configuración significativa—. Esta configuración se hace palpable a través de un lenguaje que se articula desde sus criterios formales y hace inteligible su participación en la historia, pues organiza unos materiales que contienen «la historia exterior sedimentada».
Un ejemplo de cómo incide la configuración artística es el que da Adorno con una sonata de Beethoven: en cierto momento hay un acorde significativo que cambia la perspectiva de los acordes anteriores y arroja luz sobre los sucesivos. Como igual así es un poco difícil de visualizar, he pensado en otro ejemplo dentro del cine, concretamente en la película Octubre de Eisenstein. En cierta secuencia, se intercalan distintos planos a priori bastante inconexos. Un plano aislado de vasos de cristal no simboliza nada por sí mismo, pero comprendido en el universo propio de la película que el montaje posibilita, adquiere un significado renovado. Es la configuración específica del medio cinematográfico, el hecho de juntar un plano con otro, lo que hace que entre dos imágenes aparezca una tercera que da continuidad y que engloba en un significado conjunto los planos que la preceden y la siguen.
Por ir cerrando ya, hay que tener claro que Adorno no otorga ningún tipo de infalibilidad a las obras de arte; estas no nos aseguran que la utopía sea inevitable, tan solo abren la posibilidad de una nueva experiencia que la filosofía debe rescatar. Tampoco este rescate debe caer en un ensimismamiento, pues eso acabaría fetichizando el arte por el arte y siendo cómplice del statu quo. Si lo bello en Kant nos informa de lo verdadero y lo bueno —lo que en términos políticos se traduce en conocer y transformar el mundo—, el contenido de verdad hace cristalizar la historia en la crítica determinada que ejecuta mediante su forma.
DEBORD
En su Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista internacional, Debord define la cultura como aquella esfera que «manifiesta, pero también prefigura, en una sociedad dada, las posibilidades de organización de la vida». Este concepto de cultura remite a una contradicción, que no es otra que la contradicción que atraviesa la totalidad de la sociedad espectacular, y que consiste en el retraso de la forma de organización realmente existente de la vida cotidiana con respecto a las posibilidades inauguradas por los medios técnicos de la época. En otras palabras, Debord identifica una contradicción entre relaciones de producción y fuerzas productivas que exigiría su resolución a través de una organización social superior. Si bien no podemos extendernos en esto, cabe señalar que este dualismo entre relaciones de producción y fuerzas productivas es uno de los puntos más problemáticos de la teoría situacionista. Sea como fuere, lo importante, para el caso que nos ocupa, es entender que esta contradicción define las posibilidades y las tareas del arte moderno.
Para los situacionistas, la belleza, como concepto estético, solo puede ser entendida como promesa de felicidad, y esta es interpretada en términos de un enriquecimiento cualitativo de la vida cotidiana en contraposición a su realidad absolutamente banal y empobrecida. En la medida en que el desarrollo de la técnica posibilitaría realizar esta promesa, el arte, como esfera separada, habría perdido toda justificación y se habría convertido, incluso, en heredero de la religión. En La sociedad del espectáculo, la religión aparece como la sustracción de las potencias de los actores sociales, ella representa todo aquello que la sociedad no puede hacer. Por su parte, el arte moderno expresa aquello que la sociedad sí puede hacer, pero que la organización existente de la vida impide. De lo que se trataba, por tanto, era de superar el arte realizándolo en la vida cotidiana, es decir, de elevar la vida cotidiana, a través de un empleo racional de los medios técnicos disponibles, a lo que el arte prometía. Enunciados del tipo «nuestra época ya no debe escribir consignas poéticas, sino ejecutarlas» (Internacional Situacionista, vol. 2), apuntan precisamente a esto. Ahora bien, por esto mismo, el arte moderno es un arte desgarrado, un arte permanentemente en crisis: por un lado, en la medida en que, en palabras de Adorno, «toda meditación sobre la libertad se prolonga en la concepción de su posible realización», el arte exige colmar su propio concepto; por el otro lado, el arte, como esfera autónoma, no dispone de los medios para dicha realización, sino que es la propia práctica histórica la que debe hacerlo. Por eso dice Debord que «los problemas de la creación cultural no pueden ser resueltos más que en relación con un nuevo avance de la revolución mundial».
Esta contradicción inherente al arte moderno, su negatividad constitutiva, es al mismo tiempo el mecanismo inmanente de su desarrollo histórico, que aparece bajo la forma de un proceso de autodestrucción, es decir, de su descomposición formal. En La sociedad del espectáculo, Debord da otra definición de cultura distinta a la ya expuesta, aunque íntimamente relacionada, como «la esfera general de las representaciones de la experiencia propia de la sociedad histórica dividida en clases», y nos dice que esta esfera «se desprendió de la unidad propia de la sociedad del mito […] adquiriendo autonomía por separado» como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas y de la división social del trabajo. La cultura en general, y para el caso que nos ocupa, el arte en particular se constituye como la existencia separada del sentido histórico de la sociedad. Aquí, el concepto de lo histórico es fundamental, y es que para Debord la historia es sinónimo del despliegue consciente de la existencia humana en el tiempo. La historia es el escenario en que el sujeto moldea su mundo y a sí mismo a través de su propia praxis colectiva y, por tanto y al mismo tiempo, es el medio de autoconocimiento de dicho sujeto. En la medida en que el arte es la representación independiente de este sentido histórico de la sociedad, esta es necesariamente una sociedad inconsciente de sí misma. El arte es «el sentido de un mundo demasiado insensato» (LSE).
Así, la racionalidad atribuida a la cultura es una racionalidad meramente parcial, en la medida en que permanece separada de la totalidad de la experiencia vivida. Sin embargo, y a pesar de su parcialidad, en virtud de este momento racional la cultura no se contenta con ser una mera representación de aquello que le falta a la totalidad, y apunta más allá de sí misma, poniendo en tela de juicio su propia existencia autónoma. Paradójicamente, esto solo es posible una vez que el arte se despoja de la envoltura religiosa que la técnica viene a suprimir e inicia su proceso de independización, de tal manera que el movimiento de la autonomización del arte es, al mismo tiempo, aquel que conduce hacia el fin de su autonomía.
Por otra parte, precisamente porque la racionalidad de la cultura solo constituye uno de sus momentos, la realización de dicha racionalidad es, también, solo uno de los destinos posibles de la cultura, siendo el otro su perpetuación como objeto muerto de contemplación. Debord considera que mientras este último está ligado a la defensa de lo existente, el primero lo está a la crítica social, y que el arte, cuando fue verdaderamente arte, apostó por dicha crítica. Así, por ejemplo, de la poesía moderna, Debord dice que esta siempre se llevó a cabo en constante oposición a las fuerzas dominantes de la sociedad donde sus creadores vivieron. Esta oposición está sedimentada en el desarrollo formal del arte, que desde el Romanticismo en adelante consiste, como ya dije, en el desarrollo de su propia descomposición. El shock producido por la incomprensibilidad de las obras de arte, por ejemplo, en el arte no-figurativo, es interpretado como una crítica a la pérdida de las formas de diálogo y comunicación de las comunidades aniquiladas por el progreso capitalista como, además, una negativa del propio arte a ser fácilmente accesible, y por tanto, consumible, en un momento en que el valor de las cosas depende de su capacidad de ser intercambiadas. Ahora bien, esta descomposición formal del arte no es solo una crítica de la pérdida de toda comunicación, sino también la expresión negativa de la necesidad de alcanzar una comunidad real. No en vano, las dos últimas grandes corrientes que señalan el final del arte moderno, el dadaísmo y el surrealismo, son contemporáneas del último gran asalto proletario, y el fracaso de dicho movimiento supuso, para Debord, el motivo fundamental del estancamiento de dichas corrientes.
El final del dadaísmo y del surrealismo, como digo, supone para los situacionistas el final del tiempo del arte moderno. Por un lado, porque la derrota del movimiento revolucionario implicaba el bloqueo de las posibilidades de realizar en la práctica histórica la subversión de los viejos valores proclamada en la práctica artística y, por el otro, porque la propia transformación de las sociedades capitalistas a partir de la década de 1930 había neutralizado la crítica ejercida por dicho arte. Si el irracionalismo de las vanguardias buscaba poner de relieve el carácter falso de la racionalidad enarbolada por la modernidad capitalista, por su parte, la sociedad de la II Guerra Mundial, de los campos de exterminio y de la bomba atómica ya no se molestaba en ocultar su irracionalidad, sino que la exponía sin ningún tipo de vergüenza. En este punto ya no hay posibilidad de producir ningún tipo de shock: la descomposición artística se vuelve isomorfa al estado real del mundo y pierde todo mordiente crítico.
Por esto mismo los situacionistas desprecian a todas las corrientes y manifestaciones artísticas posteriores a los surrealistas, desde Beckett hasta el pop-art, pasando por el arte participativo y su máxima expresión en el happening al que, de hecho, consideran el mejor ejemplo de la banalidad y nulidad del arte de la época: «El happening es la matriz general del arte participativo, y es en el happening donde queda claro que nunca ocurre nada» (Sección Inglesa de la Internacional Situacionista). Lo que diferencia a todas estas corrientes, que, de manera general, los situacionistas llaman neodadaístas, y las verdaderas corrientes del dadaísmo y el surrealismo, es la ausencia, en aquellos, del espíritu revolucionario de sus antepasados. Para los situacionistas, el arte moderno siempre fue una «puesta en escena del escándalo de la ausencia para reclamar una presencia deseada» (Internacional Situacionista, vol. 2), por el contrario, las corrientes posteriores eran una «vanguardia de la ausencia pura», que no expresaban la necesidad de revelarse contra la barbarie del orden existente sino que, en cuanto mera estetización de dicha barbarie, la sancionaban positivamente. De esta forma, los situacionistas, desmarcándose de sus coetáneos y aseverando que ellos no quieren trabajar «en el espectáculo del fin del mundo, sino en el fin del mundo del espectáculo», se postulan como los auténticos herederos y superadores del arte moderno: «El dadaísmo quiso suprimir el arte sin realizarlo, el surrealismo realizar el arte sin suprimirlo. La posición crítica elaborada luego por los situacionistas puso de manifiesto que la supresión y la realización del arte son dos aspectos inseparables de una misma superación del arte» (LSE).
Esta superación del arte, sin embargo y como comentaba al principio, debe enmarcarse en una estrategia integral de subversión de la totalidad capitalista. Si hasta la fecha el nexo que había vinculado a las vanguardias artísticas con las vanguardias políticas únicamente había sido parcialmente consciente, ahora debía serlo totalmente y debía ser recogido por una organización revolucionaria en una crítica unitaria de la sociedad, una crítica pronunciada globalmente contra todos los aspectos de la vida social alienada. En el plano artístico y cultural, la tarea de dicha organización habría de consistir en la experimentación de nuevos estilos y formas de vida a partir de un uso consciente de los medios de expresión que permitiera ampliar los límites de la experiencia vivida:
Los situacionistas consideran la actividad cultural, desde el punto de vista de la totalidad, como un método de construcción experimental de la vida cotidiana, como un método que puede ser infinitamente desarrollado con la extensión del ocio y la desaparición de la división del trabajo. El arte puede dejar de ser una interpretación de las sensaciones y convertirse en una creación de sensaciones más evolucionadas. El problema es cómo producirnos a nosotros mismos, y no objetos que nos esclavicen (Internacional Situacionista, vol. 1).
En la medida en que lo que se pretende es un ensanchamiento de la vida cotidiana, el espacio fundamental de experimentación es el propio territorio y su arquitectura. Para los situacionistas, la arquitectura, por una parte, materializa el modo de organización de la vida cotidiana en un determinado nivel del desarrollo económico; por el otro lado, la arquitectura también es el paso último de cualquier esfuerzo artístico, porque la creación arquitectónica implica crear nuevos ambientes e instaurar posibles modos de vida, que es, como acabamos de ver, el fin de la actividad cultural desarrollada por los situacionistas. Así, esta experimentación, en lo referente al medio urbano, va a tomar la forma de lo que los situacionistas llaman psicogeografía, que consiste en el estudio de los efectos del medio geográfico, conscientemente organizado o no, en el comportamiento afectivo de los individuos.
El objetivo último de estas investigaciones es ser capaces de crear nuevas situaciones, entendiendo este término como la «construcción concreta de los ambientes momentáneos de la vida y su transformación en una cualidad afectiva superior» (Informe…) La propuesta para lograr tal objetivo es desarrollar un urbanismo unitario, un urbanismo capaz de emplear el conjunto de las artes —ya sean pictóricas, sonoras, o de cualquier otro tipo— para desarrollar una composición integral del medio. Este es el único sentido en el que, para los situacionistas, cabe hablar de un arte total. La superación del arte, entonces, no consiste en la negación de las artes particulares como su integración en el arte de la construcción de esa unidad de ambiente y comportamiento que son las situaciones. Esto nos lleva al último concepto que voy a presentar aquí, que es el de desvío.
Para los situacionistas, la creación artística no se refiere a la «conciliación de los objetos y las formas, sino la invención de nuevas leyes sobre estas relaciones» (Informe…) Es decir, los situacionistas no buscan desarrollar formas completamente nuevas que rompan de manera radical con lo anterior sino, más bien, disponer de elementos ya existentes para organizarlos de maneras distintas y abrir así una nueva constelación de significado. Un ejemplo de desvío sería la propia Sociedad del espectáculo, que está compuesto en gran medida por citas desviadas, por ejemplo, el propio inicio del libro: «Toda la vida de las sociedades en que imperan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos» es un desvío del inicio de El Capital de Marx, que comienza diciendo que «la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un “enorme cúmulo de mercancías”». De esta manera, el desvío también permite restituir la verdad de una obra actualizándola y trayéndola al presente. El desvío, por tanto, bebe del collage dadaísta, pero yendo un paso más allá de la pura negatividad de este: mientras que el collage consiste en una desvalorización de elementos previos, el desvío se basa en una dialéctica de la desvalorización y la revalorización, que niega el sentido de lo existente al tiempo que le dota de uno nuevo.
De nuevo, uno de los mejores medios para el empleo del desvío es el urbanismo unitario. Desde el empleo de grúas o andamios con fines decorativos hasta la réplica exacta de un barrio en otra zona distinta a la suya, los situacionistas desarrollan múltiples propuestas de empleo del desvío para la construcción de ambientes. Por supuesto, muchas de estas propuestas y, en general, la propia idea del urbanismo unitario, son utópicas, pero incluso ese utopismo juega un papel fundamental en la crítica situacionista, con él quiere señalarse algo. Por un lado, el utopismo les sirve a los situacionistas para denunciar la ya mentada distancia entre el increíble desarrollo de las fuerzas productivas alcanzado por el capitalismo moderno y su uso completamente banal y aburrido; por el otro lado, ese utopismo es también una crítica al marxismo de la época, centrado en reclamar las condiciones justas para la reproducción de la vida. Los situacionistas, en cambio, no quieren limitarse a reproducir la vida en su forma existente, sino que quieren hacer de ella una aventura apasionante (de nuevo, esto entraña una serie de problemas en los que no podemos entrar ahora). Esto explica el lema empleado por los situacionistas ingleses: «O todo o nada en absoluto».
Más allá de su carácter utópico, lo que me interesa de la propuesta situacionista (que no se reduce al urbanismo, aunque este sea su campo de acción privilegiado) es su capacidad de concebir un empleo de los medios de expresión cultural que, sin reducir el arte a mera propaganda y, de hecho, respetando el desarrollo histórico del mismo, pueda servir igualmente para intervenir en el curso de los acontecimientos.
Antes de dar paso a mis compañeros, quiero acabar señalando una última cuestión, y es el hilo que una a las diversas posiciones aquí expuestas, que es, de una forma u otra, su vinculación con la revolución. La ambivalencia de Benjamin con respecto a los posibles usos revolucionarios de la técnica desapareció con la experiencia del fascismo, virando a la consideración exclusiva de su potencial destructivo; para Adorno, el arte representaba la salvaguarda de la utopía en medio de la inminencia de la barbarie, en un momento en que todas las posibilidades de transformación se hallaban congeladas; finalmente, si Debord creía estar en posición de superar el arte ello se debe, fundamentalmente, a que veía en los nuevos movimientos espontáneos las huellas de un segundo asalto proletario. En todos ellos, el problema de las posibilidades del arte es el problema de las posibilidades de la época. Esto implica, en primer lugar, preguntarnos por estas últimas: ¿Cuál es nuestra situación? ¿De dónde partimos? ¿Cuáles los medios a nuestro alcance? ¿Cuáles son nuestras tareas? En segundo lugar, si la forma artística sedimenta el desarrollo histórico, también habremos de preguntarnos cómo dichas posibilidades se condensan en el arte. No todo vale. No podemos hacer un uso indiscriminado y voluntarista de las técnicas artísticas. A esto se refieren los letristas cuando afirman que «después de Malévich, toda la pintura abstracta solo rompe puertas que ya están abiertas» (Potlatch). Si queremos estar en posición de emplear conscientemente las artes particulares a nuestro favor es condición indispensable el elevarnos nosotros mismos al grado alcanzado por su desarrollo histórico.
ESBOZOS
Concluiremos ahora poniendo en valor una serie de percepciones y reflexiones que creemos más útiles y significativas a la hora de articular una postura actualizada sobre cómo el arte y la revolución deben interrelacionarse. Cabe decir que esta parte de cierre no expresa sino esbozos, intuiciones y ciertas potencialidades que se pueden derivar de lo dicho hasta ahora, así que os lo podéis tomar más como el trasvase que os hacemos de discusiones y reflexiones que hemos compartido discutiendo informalmente sobre este tema que como una hoja de ruta definitiva de lo que una organización revolucionaria debería adoptar en relación a la cultura.
En este sentido, nos han ayudado a ordenar ideas algunas de las siguientes citas:
- «¿De qué sirve todo el patrimonio de la cultura si la experiencia no nos conecta con él?» (Benjamin).
- «Por el hecho de que aún nos está permitido vivir estamos obligados a hacer algo» (Adorno).
- «Nos situamos del otro lado de la cultura; no antes de ella, sino después» (Debord).
Todas ellas recalcan una línea discursiva que está presente en las tres exposiciones, la de que el arte y la cultura no deben ser instancias de conciliación de un mundo en ruinas. Ese arte que quiere consolar acaba complementándose con aquellos relatos de genios incomprendidos que a la sociedad capitalista tanto gustan: la insatisfacción es compensada con una «fábrica de sueños» que genera arquetipos en los que toda disidencia o arrebato de genialidad están preformados y estereotipados.
De esta pulsión integradora queda una cosa clara: toda cultura que quiera reivindicarse como propia, como verdadero acervo de una clase que es víctima principal de tal integración, no debe temer a lo diferente —una diferencia que, ahora sí, sea fundamento crítico y no un mero modelo de identificación espiritual—. La defensa ante la barbarie que he comentado antes admite también la posibilidad de una articulación organizativa que reconozca en la cultura la vida alternativa que dicha organización hace efectiva en su despliegue mismo.
Pasamos ahora a enumerar una serie de manifestaciones, sobre todo cinematográficas, que nos parecen pertinentes a la hora de plasmar, en la práctica, esa vía de resolución que los tres autores ansiaban dilucidar de una manera u otra.
El primero de ellos lo podemos encontrar en el corto del cineasta francés Jean-Luc Godard Je vous salue sarajevo, en el cual aparece una imagen fija de dos soldados de la guerra de Sarajevo que se va introduciendo por cortes: en un momento las manos, luego los zapatos, en otro plano el fusil y finalmente una panorámica de la foto completa. A medida que se van sucediendo dichos cortes, una voz en off dice: «la cultura es la regla, el arte es la excepción. Todo el mundo habla la regla: televisión, ordenador, turismo, guerra. Nadie habla la excepción: no se habla, se escribe (Flaubert, Dostoievsky), se compone (Gershwin, Mozart), se pinta (Cézanne, Vermeer) y se filma (Antonioni, Vigo). La regla es querer la muerte de la excepción». Esta solo es una muestra de lo que la Nouvelle Vague en general y la obra de Godard a partir de los 80 en particular pusieron sobre la mesa en términos estéticos. En esta, y de una manera con la que pensamos que Adorno habría estado bastante de acuerdo, Godard empieza a historizar el cine desde las propias herramientas que este ofrece, usando para ello cortes abruptos de la banda sonora, mezcla de material propio y de archivo, o el hecho de que empiece el recorrido del cine que hace en Historia(s) del cine aludiendo al productor multimillonario de Hollywood Irving Thalberg antes que a los hermanos Lumiére, como convencionalmente se hace.
Un segundo ejemplo, también en el cine, es Declarative mode, una película experimental que tiene la particularidad de que solo se puede mostrar con dos proyectores, de manera que no se puede digitalizar. En ella se proyectan Dos Cuadrados (😉) superpuestos que van cambiando de colores. Destacamos esto porque no solo hay experiencia contenida en la propia película, sino que el mismo acto de montar los proyectores según las instrucciones que el director, Paul Sharits, ha dejado escritas, hace de esa labor del proyeccionista algo que va más allá de lo técnico.
Otro ejemplo, que en este caso nos pilla muy cerca, es la proyección de Out 1, de Jacques Rivette, este 17 de junio en la Filmoteca. Esta proyección, que tiene una duración de 773 minutos, rompe con el ritual convencional del ir al cine: en lugar de una dinámica de entrada puntual, sala iluminada, cierre de puertas y dos horas en silencio, en la que parece pecado hasta el mismo hecho de irnos si la película no nos está gustando, la proyección en cuestión propone un formato más abierto que permite entrar y salir libremente de la sala de cine, además de tener dos pausas de casi una hora cada una para comer y cenar. Esto conecta directamente con la crítica situacionista a la separación entre vida cotidiana y experiencia trascendente, posibilitando un clima que en cierta manera abre la puerta a un mayor reconocimiento entre sujeto y objeto.
Por último, nos parece interesante el caso de Magma, un grupo de rock progresivo francés cuya discografía está conformada por álbumes conceptuales que se centran en la historia de Kobaïa, un planeta ficticio al que huyen un grupo de refugiados de la Tierra. Todas las canciones están cantadas en un lenguaje inventado por ellos mismos, que sería el idioma del planeta ficticio, llamado kobaïano. Aquí está contenida una idea presente en toda forma actual de arte, que es la de la defensa desesperada de su ilusorio carácter de no intercambiabilidad: si se obstruye la comunicación es precisamente porque se está intentando trazar otra vía comunicativa crítica con la idea de que todo valor debe ser inmediatamente comunicable.
[1] La deuxième nuit (Eric Pauwels, 2016).